Atentar contra los libros
Atentar contra los libros
Sin el conocimiento registrado en libros (códices), la tradición oral hubiera sido insuficiente para edificar la imponente magalópolis que debió ser la gran Tenochtitlan. El tiempo récord en que se levantó y transformó todo el ambiente para hacerlo productivo a una población creciente, no pudo ser solo producto de la improvisación o la inspiración de los dirigentes de ese momento (como el crecimiento anárquico de las actuales ciudades).
Mi amiga Sara Zepeda me dijo que esa idea la escuchó en una conferencia de don Miguel León Portilla, el más importante nahuatlato de los últimos tiempos. Los antiguos mexicanos debieron tener una gran cantidad de conocimientos plasmados en amates, en fuentes documentales donde fundamentar la planeación. Incluso, tan solo para elaborar el mal llamado Calendario Azteca (la Piedra del Sol de los mexicas), el conocimiento acumulado no pudo estar en el artesano de la piedra. Los libros debieron ser la base para dar forma de piedra a tanto conocimiento astronómico, teológico e histórico.
Actualmente, se conocen solo unos 23 códices prehispánicos en Mesoamérica (eso incluye la zona maya). Algunos de ellos (como el Mendocino) se elaboraron después de la Conquista y a petición expresa. Eso significa que debieron haberse destruido cientos por considerarlos textos demoniacos, por inspiración maléfica, como en la zona maya lo hizo fray Diego de Landa.
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El conocimiento que ha perdido la humanidad debe ser enorme porque no es el único caso de atentado contra el conocimiento en la historia. Unas veces han sido razones naturales (plagas de insectos), producto de fenómenos meteóricos (tornados, inundaciones), de fuegos naturales (como el estallido del Vesubio que destruyó bibliotecas en Pompeya) o accidentales (en el año 43 a. de C. en la Biblioteca de Alejandría). Pero otras, han sido atentados directos: perseguir el conocimiento.
Al parecer, quien inauguró esta práctica fue un emperador romano que no le gustó lo que escribieron de él. No solo mandó matar al autor, también al editor, el lugar donde se comercializaba y a los copistas (porque en la antigüedad no había otra forma de contar con un ejemplar). En la época romana se extendió la práctica de la lectura, incluso entre esclavos. Llegó a tener un prestigio tal que entre los saqueos a ciudades vencidas se incluían los textos (en rollos, como en la antigüedad previa a Roma o como los libros, justo, inventados por Julio César).
Pero la historia registra otros muchos métodos, como el saboteo de editoriales, el acaparamiento de los ejemplares (como el que denunciaba a un candidato a la presidencia de la República como eventual asesino de una chica de servicio) o la prohibición expresa del ingreso de ejemplares de un título incómodo (que también sucede en los países que se consideran en el mundo libre).
Decía Voltaire, una de las principales figuras de la Ilustración, que podía estar en desacuerdo con sostenido por alguien, pero defendería hasta con su vida el derecho a decirlo. A los seres humanos nos falta esa capacidad de tolerancia, tan necesaria en estos tiempos de convulsión política y económica.
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JRP