Los jesuitas son expulsados por mandato del Rey Carlos III
Con la intención de poner fin a estos disturbios, las autoridades en el mayor sigilo conducen a los jesuitas fuera de la ciudad. Los religiosos acatan la disposición con mansedumbre recibiendo una sentida despedida de las personas que les ven partir y aun les acompañan durante un trecho del camino.
Tres o cuatro días antes del 24 de junio de 1767 el alcalde mayor de Guanajuato, Miguel María Mayordomo, recibió a través del virrey Marqués de Croix un misterioso comunicado proveniente de la corte española. La correspondencia venía bajo cubierta sellada y con la advertencia de no abrirse, bajo pena de muerte, antes del anochecer de la fecha arriba indicada.
Comunicados similares, redactados en secreto, se distribuyeron por todo el territorio colonial, conteniendo uo de los mandatos reales más impopulares que registra la historia: el arresto de los religiosos de la Compañía de Jesús y su concentración en el puerto de Veracruz, para ser expulsados posteriormente de todo dominio español.
En nuestro contorno, el trabajo desarrollado por los jesuitas era altamente valorado por la población. No obstante haber iniciado su obra evangelizadora de manera tardía en relación a otras órdenes, los varones de la Compañía habían sabido ganarse el afecto por su entrega pastoral y su labor educativa dentro y fuera de las aulas. Desde 1732 atendían el Hospicio de la Santísima Trinidad – más tarde Colegio – en nuestra ciudad, y a partir de 1761 realizaban una misión permanente por el Obispadode Michoacán. A finales de 1765 terminaron la construcción de su grandioso templo en Guanajuato; el cual poco pudieron disfrutar.
Así, es fácil imaginar la desagradable sorpresa que se llevaron las autoridades locales aquel aciago 24 de junio cuando leyeron las órdenes terminantes del rey. Órdenes que de antemano se sabía serían rechazadas por los habitantes del mineral, con todo y las severas amenazas lanzadas por Carlos III a los desobedientes.
El temor a cumplir con el mandato y el apego que los propios dirigentes tenían por los religiosos facilita la actuación de uno o más delatores. El pueblo al enterarse de la situación se subleva, toma a los jesuitas para ponerlos a salvo y evitar su deportación. Ellos, congruentes con la conciliación que han promovido en estas tierras, logran contener las protestas y regresan a sus aposentos. Allí quedan sitiados por la milicia; pero bajo la celosa custodia de la multitud.
La tensión crece con el paso del tiempo, estallando los tres primeros días de julio cuando la turbamulta apedrea a las milicias, las casas de gobierno y saquea los estancos de tabaco y pólvora, siendo esta última tirada al río.
Con la intención de poner fin a estos disturbios, las autoridades en el mayor sigilo conducen a los jesuitas fuera de la ciudad.
Los religiosos acatan la disposición con mansedumbre recibiendo una sentida despedida de las personas que les ven partir y aun les acompañan durante un trecho del camino.
Cumplida la medida anterior, el gobierno a través del visitador real José de Gálvez hace sentir su represión sobre Guanajuato abriendo un proceso para identificar y castigar a los líderes del tumulto, los cuales son apresados por decenas y desterrados para cumplir con trabajos forzosos. Además, se impone a la sociedad un tributo de ocho mil pesos anuales que fue cubierto por medio del Tribunal de Minería hasta su abolición en 1810.
La expulsión de la Compañía de Jesús, resultado de fricciones políticas entre el Papa y el emperador español, provocó malestar no sólo aquí; rebeliones similares se vivieron en otros sitios, como San Luis de la Paz, Pátzcuaro y San Luis Potosí, entre otros. Y su arbitraria ejecución será recordada con gran rencor por el pueblo, siendo por ello un antecedente de la rebelión insurgente liderada años después por Miguel Hidalgo.