Miércoles, 12 Marzo, 2025

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El adultocentrismo, factor de riesgo para el maltrato

Frecuentemente los adultos le llamamos travesura a lo que los niños y las niñas consideran aventura; tipificamos como mal comportamiento lo que ellos viven como experimentación; consideramos desorden lo que para ellos sólo es consecuencia de su espíritu explorador; pensamos que su berrinche es para manipularnos, mientras que para ellos sólo es el extremo de la desesperación; calificamos como imprudencia lo que ellos consideran ejercicio de su libertad; llamamos educación a los castigos, que ellos viven como desamor, abuso de poder…

Y aunque en ocasiones vean más y mejor que nosotros, aunque su criterio, postura e intención sea legítima y adecuada para su desarrollo infantil, termina por imponerse nuestro criterio, nuestra postura, nuestra mirada en ocasiones miope, nuestro poder.

A lo anterior se le llama adultrocentrismo, factor de riesgo para la generación de malos tratos.

Los niños y las niñas consideran injusta la prohibición de jugar en el jardín común del fraccionamiento donde viven, mientras que los adultos consideran adecuada la medida “porque el jardín es para contemplarse, solamente”, dicen estos.

La niña cree que es absurdo ir largas horas a la escuela y posteriormente dedicarle otras tantas a tareas escolares, mientras que el adulto considera que esto es necesario para la adquisición de habilidades y garantizarle un futuro exitoso.

Cuando el adultocentrismo es llevado al extremo, la afectación es brutal. Como botón de muestra, estos fragmentos del discurso de una mamá que maltrató gravemente a su hijo:

-“El niño siempre trata de llamar la atención, me pone de malas, no me hace caso, hace cosas que a mí no me gustan: habla con la gente, recibe los dulces y galletas que le dan, cuando lo voy a llevar a la escuela está con sus calmas, tarda mucho en vestirse, se pone a travesear y tira el agua…”

-“Él busca la forma de hacerme enojar, busca que le pegue y lo regañe: me provoca tanto, me estresa tanto…”

-“Sí le he pegado con la mano, le jalo las orejas y lo pellizco cuando me descontrolo. Lo hago porque no me entiende…”

-“De pequeña yo sí fui muy maltratada por mi mamá” (dando a entender que lo que ella le hace a su hijo no es grave).

Ahora el discurso del niño, hijo de esta mujer. Los mismos hechos, diferente percepción:

-“Mi mamá me jaló la oreja porque no me apuraba a comer”.

-“Me dice mi mamá que ya no van a gastar en mí, en mis enfermedades, por eso no les aviso cuando me duele la panza…”

-“Mi mamá se enojó conmigo y me aventó, por eso traigo un chipote en la frente… Me pega con una cosa que parece cinturón, y me regaña porque no me quiere”.

-“Me patea y me pega con una chancla porque me porto mal: cuando pierdo el lápiz, cuando agarro cosas sin su permiso y me las como, por ejemplo las galletas y los dulces del otro día, por eso tengo morado a los lados de la nariz, al lado de los ojos y el ojo derecho rojo”.

Los adultos juzgamos. Los niños describen. Los adultos desconfiamos de sus intenciones. Los niños confían plenamente en las nuestras. Los adultos culpabilizamos al niño; el niño no tiene otro recurso más que asumir la culpa.

Los adultos minimizamos sus necesidades y el sufrimiento que les causamos. Los niños sienten que no los queremos cuando expresan sus necesidades de manera desesperada ante nuestra dificultad para descifrar sus gestos y señales sutiles… Los niños generalmente crecen gracias a nosotros, y en ocasiones a pesar de nosotros.

Sacudámonos el adultocentrismo para podernos acercar a ellos y ellas, para entrar a su mundo y maravillarnos y sorprendernos por su cosmovisión cargada de ilusión, entusiasmo, sorpresa, sensibilidad, imaginación, compasión, altruismo, creatividad, es decir, cargada de lo que nos hace realmente humanos.

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