Domingo, 12 Enero, 2025

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Sobre las seducciones del poder

Opinión

Cecilia Durán Mena - Las ventanas

El reciente fallecimiento del Príncipe Felipe de Edimburgo nos lleva a reflexionar sobre la pertinencia de la monarquía en el mundo del siglo XXI. En especial, nos hace recordar lo poderosos que fueron los monarcas en alguna época de la historia. Hubo tiempos en que la potestad de un rey era absoluta, incuestionable. Imagino que muchos políticos contemporáneos sentirán nostalgia y un poco de envidia. ¿Por qué no habré vivido en esos tiempos en los que la palabra del mandatario era incontrovertible?

Por fortuna, los tiempos han cambiado. Hoy, la corona en Gran Bretaña representa a una monarquía constitucional, con un gobierno parlamentario. Se puede decir que la reina Isabel II del Reino Unido reina, pero no gobierna. El gobierno lo ejerce el Parlamento del Reino Unido. No son tan poderosos. La toma de decisiones se sujeta al debate, el Primer Ministro tiene que consultar antes de actuar, está vigilado. En México, que tenemos una tradición repúblicana, a veces parece que estuviéramos sometidos a un linaje real. Tenemos un presidente muy poderoso y Andrés Manuel López Obrador, desde Palacio Nacional paladea los sabores de la autoridad totalitaria que deben de ser muy seductores.

Pero, no debemos confundirnos. Los mexicanos vivimos en una democracia republicana. Es decir, los ciudadanos no tenemos distingos por cuestión de nacimiento, el color de la sangre no nos otorga privilegios y hasta donde me quedé, todos los ciudadanos mexicanos gozamos de igualdad ante la ley. Además, en México existe la división de poderes. El poder se divide en tres funciones: legislativa, ejecutiva, judicial y de esta división garantiza que el dominio no se concentre en un solo cuerpo. Esta partición asegura la soberanía popular: el poder reside en el pueblo, que lo transfiere a sus representantes.

Estos conceptos los aprendemos desde los primeros años de educación básica, los repetimos hasta que quedan grabados en la cabeza y conforme crecemos, entendemos que de esta manera nos evitaremos caer en un ejercicio del poder concentrado en una sola persona que se quede en forma vitalicia. De hecho, aprendimos a despreciar a nuestros dictadores y erigimos a Antonio López de Santa Anna y a Porfirio Díaz como villanos favoritos.

Confiamos en que el legislativo se encargará de las leyes y el ejecutivo de ponerlas en práctica, mientras el poder judicial estará a cargo de la interpretación. Vivimos épocas de simulación en las que legisladores y jueces eran comparsa del señor presidente. Entonces, el círculo rojo del poder se pavoneaba como si se tratara de miembros de una corte monárquica al estilo del Rey Sol, en el que el rey concentraba el poder absoluto. Ya sabemos lo que pasó con esas monarquías: unas evolucionaron y caminaron hacia el modelo parlamentario y otras terminaron en la Plaza de la Bastilla. Creímos que se nos habían acabado los años de la dictadura perfecta, como la denominó Mario Vargas Llosa.

Sorprende, sin embargo, que México siendo un país democrático, en el que se ha invertido tanto para construir instituciones que garanticen que la voluntad popular será respetada, estemos atestiguando como los poderes legislativo y judicial se van doblando. Los vemos caer en un sueño profundo mientras la voz del presidente va ganando fuerza y estridencia. Al son de ¡Sí señor!, somos testigos de como la voluntad presidencial se acata sin que existan contrapesos y sin que nadie se atreva a llevar la contraria.

No podemos soslayarlo: los poderes legislativo y judicial son una extensión del jardín de juegos del presidente de la República. Con un ejecutivo tan poderoso y con contrapesos tan endebles, corremos un riesgo terrible: que lo que antes eran tres poderes ahora, de facto, sea uno nada más. La democracia tiembla de miedo mientras otros aplauden.

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