Arrogancia
Cecilia Durán Mena
Frente a la incertidumbre que nos marcan los tiempos actuales, la sociedad se balancea sobre los rieles de una trayectoria peligrosa que va del individualismo a ultranza y la ley del más fuerte. Corremos del egoísmo que no nos permite ver más allá de nuestros ombligos a la arrogancia más presuntuosa y lo hacemos sin darnos cuenta de que somos como quien se arranca alegremente y para entregarse a las fauces del lobo. Dicho de otra forma, la arrogancia en la que estamos inmersos es una forma de estupidez superlativa.
Escuchamos sobre inclusión cuando en realidad nos separamos, de desarrollo y optamos por caminar como los cangrejos que parecen ir de frente y van para atrás, buscamos alternativas que nos salven a todos —al planeta que es nuestra casa común, en primera instancia— y nos vamos dando de golpes unos a otros. Nada representa mejor esa arrogancia que las sonrisas artificiales, las fotografías con expresiones fingidas, las caras ahogadas en bótox, los chicos alfa con destrezas homosexuales, mujeres espectaculares que pueden con todo y no se equivocan.
Nos perdemos en una especie de cultura genial que doblega a la naturaleza, extermina al semejante, empobrece a la población, hace héroes a los que matan por diversión, abusa de la tecnología y sonríe a la cámara. En el pedestal, está la cofradía de arrogantes que se sobrevaloran a sí mismos y se dicen capaces de resolver los problemas del mundo en cinco minutos, aunque no tengan idea de nada. Son abusadores que sustentan su lugar en la cima a base del amiguismo, compadrazgo, parentelas y una vez ahí, se sostienen con uñas y dientes. Si algo sale mal, le endilgan la culpa al que vaya pasando y cantan al son del mariachi o del trío lo que mejor les venga en gana.
Este tipo de arrogantes engañan: no persiguen resolver la pobreza, ni la crisis climática, ni arreglarnos la vida, sino que buscan todo lo contrario. Ellos siguen concentrados en pronunciar palabras que se llevará el viento con una velocidad vertiginosa, prescindirán de un amigo sin mayores tapujos, acabarán una relación a través de un mensaje electrónico, se apoderarán de lo que no es suyo sin mayor recato y estarán empeñados en construir modelos de autoritarismo que les beneficie a ellos y los suyos, que los haga más ricos, poderosos y los conviertan en personajes cada vez más nefastos.
Nos engañan con sus risas contrahechas y sus promesas quiméricas. No debiéramos caer, pero mordemos el anzuelo con esa esperanza de cambio, de honestidad y valentía. Nos venden un modelo de maravillas y la estafeta del liderazgo se pasa entre amigos, compañeros de estudio, novios, amantes, parejas, primos, tíos, en fin, personeros. Y, la arrogancia se viraliza en forma contagiosa con el único fin de enfermar la institucionalidad y hacerle hoyos a los organismos que están ahí para defender a los que no se ubican en esa cúspide de arrogancia.
Lo triste es que les creemos, les hemos creído y los hemos dejado de cuestionar. Nos hemos anidado en un espacio construido a base de inercias hechas al modo de nuestras comodidades, miedos, indiferencias y decepciones. Sobre todo, de eso: decepciones. Y, mientras nos lamemos las heridas de las promesas incumplidas, los anhelos que no se cumplieron, las dádivas que no se prodigaron, ellos se alimentan de nuestras desilusiones y se nutren con nuestros desengaños. Ni nos ven ni nos miran, sólo nos notan, pero poquito, cuando tienen que dirigirse a esa masa informe que somos para ellos y así en la bola —como dijera Mariano Azuela— nos dispensan un poco de su tiempo para entrar al proceso de toma y daca que les permita conservar su posición.
Así, encontramos a personajes que se hermanan, aunque en apariencia no tengan nada que ver o incluso, den la apariencia de estar en bandos opuestos. Pareciera que a todos les inocularon el virus de la arrogancia. La arrogancia aglutina con una fuerza concentradora que abarca la vida social, económica, empresarial, ambiental, académica, política. Es crucial desconectarnos de tanta arrogancia.
Esta arrogancia nos ha metido en una agenda de reversión del progreso. Es urgente deshabilitarla. Tenemos que dejar nuestra zona de confort y abandonar nuestro adormecimiento. Para atacar esta arrogancia, habría que empezar por despertar, notarla y poner atención para por fin, terminar con esta forma de estupidez superlativa.
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