Debo hacer lo que me digan
Por el ventanal, al lado de otras mamás, Camila observa a su hijo de cinco años feliz en su primera clase de natación. El niño sigue perfectamente las instrucciones de su profesora, salvo por un par de veces que se aleja un metro del grupo con cara de felicidad y haciendo movimientos saltarines de contento por estar en el agüita. “Me gusta que lo haga –me cuenta la mamᬖ, es él mismo, como siempre, sin máscaras, no está domesticado”.
Pero la profesora lo llama y le hace un gesto con los dedos contando “1, 2 y 3” a manera de advertencia o amenaza. Él vuelve a la línea con su risita tierna y entusiasta, como tratando de lograr lo que le indican. Avanza la clase. Logra contener la respiración bajo el agua por primera vez; lo hace en repetidas ocasiones por iniciativa propia, “con una cara de felicidad, sorpresa y satisfacción que dan ganas de comérselo a besos. Sale de clases y me lo como a besos”, dice la orgullosa mamá.
Ya en el auto, le pregunta qué le decía la profesora cuando contaba con los dedos, pues estaba lejos y ella no alcanzaba a escuchar: “Me decía que volviera atrás antes de terminar de contar tres, porque si no teníamos que salir del agua un rato”, contestó el niño. “¿Cómo? ¿Para qué?”, pregunta la mamá sorprendida. “Dijo que era un castigo”, respondió el niño. “Otro dañado profesor que repite la palabra de la que lo cuido: castigo”, pensó la mamá al tiempo que su cuerpo se tensaba con rapidez.
“¿Qué son los castigos, mami? ¿Qué hacen en los castigos?”, preguntó su hijo extrañado, tal como suelen responder los niños cuyos padres prescinden de estas medidas disciplinarias. Camila trató de explicarle acerca de estos métodos punitivos, “un tema que nunca sé bien cómo abordar”, me dijo.
“Hoy junto con su cabecita se hundió algo más: primera vez que lo veo seguir instrucciones frente a la palabra castigo, pues en otras ocasiones siempre contestaba a los adultos argumentando que eso estaba mal (los castigos) o salía corriendo a mi encuentro”, pensó la mamá.
Ahora Camila está llena de dudas: “¿Qué hago? ¿Hablo con la profesora? ¿Y si lo toma mal y mi hijo paga las consecuencias? Debería hacerlo de todos modos, ¿no?, por lo menos es lo que yo esperaría como hija. ¿Lo saco de las clases? Me da pena sacarlo pues estaba feliz y sé que será peor en otro lugar, pero ¿qué señal le doy si sigue yendo?, ¿pensará, que consiento ese trato y que tiene que aceptar eso si quiere disfrutar? ¿No se supone que lo debo cuidar?”.
Lejos de sus cavilaciones, le explicó a su hijo que no estaba bien lo que dijo la profesora, y le aseguró que no dejaría que nadie lo castigara. Abundó diciendo que la profesora había dicho eso posiblemente porque no sabía que los niños entendían con explicaciones. También le explicó que cuando a las personas nos amenazan con castigos, nos da miedo y entonces hacemos lo que nos dicen rápidamente y sin que nos den explicaciones.
Al día siguiente, el niño se despertó con el tema en la cabeza: “Mami, lo del castigo me lo decía sólo a mí la profesora… soy un fracaso”. Pude imaginar la reacción de la mamá. “Efectivamente, se lo decía sólo a él – me cuenta Camila–, pues era el único que se alejaba un poquito del grupo sin temor al castigo. Hasta ahora he sido su espejo…, pero hay tantos otros espejos dando vueltas alrededor de mi hijo y taaaan rotos, Gaudencio, taaan rotos, ¿cómo lograr que mi hijo no vea su reflejo en ellos?”.
El niño terminó diciéndole a su madre: “Sabes mami, ya sé lo que tengo que hacer para que no me diga eso la profesora: debo hacer todo lo que ella diga”. Acto seguido, la mamá, conocedora de la psicología infantil, de la crianza respetuosa, le explicó a su hijo que eso no debe ser así, que no debe seguir las instrucciones por miedo a que la profesora le diga algo, que es normal moverse del lugar y que debe seguir las instrucciones porque él estima en su corazón y en su cerebro que son correctas y necesarias para aprender o por su seguridad, y que si se le olvida seguirlas, no pasa nada, pues siempre puede decirle a la profesora que eso del castigo no es bueno para los niños y que él entiende si le explican nuevamente.
La joven, inteligente y sensible madre termina solicitándome alguna sugerencia o consejo para tener una conversación efectiva con esta profesora. Se la proporciono, al tiempo que vuelvo a pensar que hoy sigue siendo rara la gente que trata bien a sus hijos, gente rara que no sólo debe aprender e implementar nuevas prácticas de crianza, prácticas respetuosas, sino que además tiene que incidir en quienes participan de la educación de sus hijos.