El drama del tiempo perdido
Después de más de año y medio de que se detectara el paciente cero de Covid-19, la Humanidad puede hacer un corte para hacer un recuento de daños. Hubo pérdidas irreparables: han muerto muchos, la salud se convirtió en el tema central de preservación, muchos empleos se esfumaron, gran cantidad de empresas desaparecieron, las economías se frenaron y de todo eso se habla. No obstante, pocos nos detenemos a reflexionar sobre el tiempo perdido.
El mundo se dividió en dos grandes grupos: los que se pusieron en pausa y los que buscaron la forma de seguir adelante. Hubo gente que decidió entrar en un estado de hibernación: algunas empresas se quedaron con las actividades necesarias para no morir, estudiantes que renunciaron sus estudios, no en forma definitiva, pero que abandonaron las aulas, emprendedores que pospusieron la puesta en marcha de un negocio, parejas que dejaron para después la boda.
Otros decidieron seguir adelante, aunque tuvieron que hacer modificaciones. Las empresas buscaron otros canales, los estudiantes siguieron en clases virtuales, los emprendedores cambiaron alguna parte de sus proyectos, las parejas se casaron en una forma distinta a como lo habían soñado, pero siguieron adelante. Unos consiguieron graduarse, otros generaron utilidades y hay algunos que están a punto de ser padres. Dejaron que la vida siguiera adelante y entendieron que el pasar del tiempo no se detiene por nada, ni siquiera por una pandemia.
Los que se quedaron dormitando se dividen en tres grandes grupos: los que se arrepienten de lo que no hicieron, de las oportunidades que se perdieron, los que justifican sus decisiones y creen que podrán retomar lo que dejaron pendiente y, por último, los que no se han dado cuenta de que el tiempo pasó. Ese sector de la población, en el que se ubican muchos adultos que están a punto de cumplir cuarenta años, es al grupo poblacional al que más caro les va a cobrar la cuenta del tiempo.
Son personajes que, a punto de sumar cuatro décadas de vida, siguen sintiéndose jovencitos, que quieren perpetuarse en la adolescencia, que enarbolan la idea de que es preferible tener experiencias que responsabilidades, que sienten que van flotando por la vida y que no pasa nada si no hacen nada. Ellos son los que están en el filo del drama del tiempo perdido, a punto de ser cercenados y no se dan cuenta.
En esta incapacidad por entender de que el reloj se movió, desprecian a lo viejo —y clasifican como viejo a cualquiera que tenga cinco minutos más de edad que ellos—, huyen de las responsabilidades a toda velocidad, quieren perpetuar la juventud a como de lugar y, ya se sabe, que no hay peor situación que la de un ruco queriéndose sentir un púbero. Nunca falta alguien así y todos hemos estado en contacto con estos personajes que hablan de la transformación del mundo, de la genialidad de sus personas y que siguen viviendo en casa de sus padres, gastando con tarjetas de crédito financiadas por sus progenitores y sintiendo que le hacen un favor al mundo con su existencia.
Estas personas persiguen lo efímero y desprecian la trascendencia, no quieren mirar al futuro y tal vez sean incapaces de hacerlo. Si citan a Marcel Proust, dicen: “Vale más soñar la vida propia que vivirla, aunque vivirla es también soñarla”, pero se olvidan de complementar la frase: “El único verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos”. Tampoco recuerdan que Proust vivió poco, murió de cincuenta y cinco años y que en la actualidad la esperanza de vida en México es superior a los setenta.
Si el único verdadero viaje de descubrimiento consiste no en buscar nuevos paisajes, sino en mirar con nuevos ojos, alguien debería advertirles lo que les está sucediendo. Tal vez, sus padres, enfadados de tenerlos en casa, de verlos ensimismados en su propia grandeza —supuesta grandeza— les estén pidiendo que se espabilen y salgan ya de su caparazón. Tal vez, alguno de los que sí se atrevieron a seguir adelante les estén advirtiendo. Tal vez, haya quien les diga que se requiere de menos ruido y de más nueces.
Sí, tal vez, no obstante, lo más seguro es que no escuchen. Estarán entusiasmados con el sonido de su propia voz, enamorados del reflejo que les devuelve el espejo y se quedarán ahí sin darse cuenta del drama del tiempo perdido que ellos mismos están generando. Después de más de año y medio de que se detectara el paciente cero de Covid-19, la Humanidad puede hacer un corte para hacer un conteo de daños. Hubo pérdidas irreparables: el tiempo es una de ellas.