La adultocracia y el fervor
La adultocracia y el fervor
La polémica que se generó en torno a la supuesta broma que el Dalái Lama le hizo a un niño me llevó a ver el video que circula en las redes en el que se le ve interactuando con un niño. Vi las imágenes muestran al líder budista pidiéndole al pequeño que lo bese en la boca y luego le pregunta si quiere chuparle la lengua. El niño se niega y los asistentes se ríen. Yo me pregunto: ¿qué fue lo que les causó gracia? Más allá del comunicado que se publicó en su sitio web oficial, en el que el guía espiritual tibetano dijo querer disculparse ante el niño y su familia "por el daño que pueden haber causado sus palabras", también se dijo que "Su Santidad a veces bromea con personas que conoce en una forma inocente y juguetona, incluso en público y ante cámaras. Está arrepentido del incidente. Sí, pero el niño dijo: ¡no!
Por supuesto, en el tema se mezclan aspectos delicados. El Dalai Lama es un maestro iluminado, un gurú que además es el dirigente de la Administración Central Tibetana y el líder espiritual del lamaísmo o budismo tibetano. En fin, es una persona que es un símbolo de fervor y por lo mismo, hay opiniones polarizadas. El video ha escandalizado a muchos, otros lo han tratado de justificar y se han originado críticas generalizadas. Lo cierto es que el video muestra una dinámica que es, por decir lo menos: inapropiada e inquietante. Si le quitamos todas las capas religiosas y políticas —y con el respeto que se merecen todas las tradiciones religiosas—lo que vemos es a un anciano pidiéndole a un niño que le chupe la lengua. Claro que las tradiciones nos llevan a contextualizar la situación y a buscar explicaciones.
A la distancia, lo que observamos es a un niño que no se siente cómodo con lo que está pasando y a una serie de adultos, entre los que seguramente estarían los padres de la criatura, que se reían. Se reían mientras el niño decía que no. Los adultos deberíamos proteger a los niños de este tipo de situaciones. Si un menor de edad no sabe cómo reaccionar ante un evento de esa envergadura, un adulto debiera estar ahí para protegerlo. Más, si como lo dijo el Dalai Lama, se trató de una broma. No se ve que nadie, ni el propio líder religioso, le haya explicado nada al niño, como si eso no fuera importante, como si el sentimiento del pequeño fuera lo de menos.
En una adultocracia —que se refiere a una forma de o sociedad en la que los adultos tienen un control desproporcionado sobre la vida política, social y económica, en detrimento de los jóvenes y otros grupos que no tienen una representación adecuada en la toma de decisiones— no parece importar lo que un niño siente, opina o quiere.
Es lógico que los adultos tengan el poder de tomar decisiones importantes que afectan a la vida de los jóvenes, como la educación, el empleo y la política pública. El problema es que con frecuencia los niños no tienen la oportunidad de expresar aquello que les disgusta. En una adultocracia, se pueden tener consecuencias negativas ya que los afectados pueden no tener sus necesidades y perspectivas tomadas en cuenta. También se puede perpetuar desigualdades, discriminación en la sociedad y abusos.
Ahí es donde empezamos con un gradiente de posibilidades que van desde la incomodidad hasta el dolor. ¿Cuántas veces, siendo niños, nos obligaron a darle un beso a una tía siniestra o a un adulto desconocido bajo el escudo de la cortesía y la buena educación? En muchas ocasiones, forzamos a los niños a hacer cosas que no quieren con la mejor de las intenciones. Los obligamos a comer lo que ya no quieren, lo que no les gusta, a usar ropa que les da pena y los hace sentir ridículos. A veces, los regañamos injustamente, los castigamos o los llevamos a lugares en los que no se sienten bien. Y, eso es la cotidianidad que está rodeada de la buena intención.
Las cosas se agravan cuando obligamos a una creatura a besarle la mano a un prelado, cuando los llevamos a presentar con un artista —pienso en todos los padres que llevaron a sus pequeños a dormir con Michael Jackson—, a que los toque un líder religioso o cuando lo elevan en brazos para que los toque un político.
Por lo general, los niños se asustan. Muchos lloran. Se sienten mal. Quienes estuvieron en el evento del Dalai Lama dicen que el mensaje de paz que se dio fue una gran enseñanza y se opacó por una mala interpretación y porque se sacó de contexto lo sucedido con el pequeño. No sé. La cultura no puede ser excusa para la violación de los derechos de los niños, tampoco debiera serlo el fervor de ninguna tradición religiosa. Debiera bastar con el no que dijo el chico para retirarlo de ahí.
JRP