Mea culpa, el presente arrebatado
Atrapados en una calma chicha de la dinámica de la vida, donde pareciera que nada ni nadie se mueve para generar salidas a esta quietud desesperante en que el virus pandémico nos tiene, hoy podríamos decir que un gran trozo de nuestro existir nos ha sido arrebatado.
Hoy nuestros niños, niñas y adolescentes navegan ya en un mar de desesperación, estrés, abandono y claustrofobia ante la pérdida de días maravillosos de sol e interacción social. El ya largo periodo de confinamiento, restricción obligatoria y agobiantes medidas de preservación sanitaria parecieran hacer mella en su razón de vida, como cuando sientes que caes en un pozo obscuro de suspenso de la vida misma.
Ahora los hábitos y programaciones conductuales de nuestra niñez, juventud, adultos y ancianos, no sólo se han modificado como medida de protección ante una enfermedad de alto riesgo, sino que además han sido asumidos en detrimento de la salud mental y física, que ocasiona el temor a padecer los efectos de un virus que puede ocasionar dolor y muerte. Así, bajo el riesgo de contraer coronavirus la familia vive en pánico constante o sufre ya en carne propia ausencias significativas que le ocasionan trastornos emocionales.
Atrás quedó en la memoria aquel 13 de marzo del 2020, en que nuestros estudiantes y familias vivieron su último día de clases regulares, o aquel viernes 20 del mismo mes que trabajadores y empleados acudieron por último día a sus centros de trabajo, a partir de ahí la vida se trastocó en su ritmo y libertad, las cortinas de los negocios comenzaron a cerrarse, las mesas de restaurantes y bares se guardaron, las plazas y calles comenzaron a verse desiertas, los centros comerciales apagaron sus luces y la vida nos fue robada.
Han transcurrido casi 11 meses vividos con claroscuros, extraviados en la memoria ya sumamos 330 días acumulados en un vacío existencial y sensación lastimera de que alguien nos quitó el gusto de vivir, la esperanza de un mañana, las risas de los niños y jóvenes sonorizando la calle, el hogar o la escuela, alguien le quitó sentido al ser.
Así, en medio de esta calma chicha que domina hoy el mar de nuestra vida, sin viento ni olas que muevan nuestra embarcación y detenidos en el tiempo, una estela de enfermedad y muerte ha invadido a todos los países del mundo y ya nos ha cobrado más de dos millones 300 mil vidas y casi 106 millones de contagios. Asimismo, las secuelas en la economía, la educación, la vida social, el desarrollo científico y tecnológico serán cuantiosas y difíciles de superar.
Pero lo peor de esta tragedia mundial, es que ni siquiera un ejercicio de catarsis nos sería de utilidad o consuelo, pues no habría a quién culpar de la enfermedad, de la muerte, del cierre de negocios, de la clausura de escuelas, de la prohibición de la interacción social, de no poder abrazarnos, de evitar los saludos efusivos de contacto, de la pérdida de empleos, de la carencia de alimentos en muchos hogares, del colapso hospitalario, del adiós a los festejos… de vivir sin vivir.
Ciertamente que exigir un mea culpa a Wuhan, a China, a los organismos internacionales responsables de la preservación de la salud, a nuestros gobernantes, al destino o a las personas que en sus descuidos han fomentado la ola de contagios, de poco puede servir para recuperar ese fragmento de vida perdida. Sin embargo, sí podemos exigir como sociedad que se implementen políticas públicas que obliguen a tomar medidas que contengan un daño mayor.
Hoy se justifica reclamar de los gobiernos una actitud de humildad y asumir su mea culpa con la responsabilidad de diseñar un plan emergente que permita reactivar la economía, el turismo, la educación, la cultura, la salud y la vida social en condiciones lo más seguras posible. Ya es tiempo de levantarnos y sobrevivir a esta pandemia, con inteligencia social y gubernamental.
Para los días más obscuros, la luz de la fe e ingenio el camino alumbrarán.