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La mentira en los niños y niñas
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La mentira en los niños y niñas

“¿Por qué les mientes a tus papás?”, le pregunté a un niño cuyos padres estaban desconcertados por dicho comportamiento. “Porque si les digo la verdad me pegan”, contestó con naturalidad y franqueza.

Son muchas las razones por las que los niños y niñas mienten: salir de un apuro, proteger al hermano o amigo, evitar una agresión o vergüenza, obtener un beneficio, ser aceptado, demostrar el propio poder ante una autoridad…

De las razones arriba mencionadas, la última cobra suma importancia en nuestro contexto latinoamericano donde el autoritarismo mantiene vigencia en las prácticas de crianza y disciplinarias, donde los padres/madres mantienen el monopolio del poder (aun cuando los niños y niñas deberían tener derecho a participar en los asuntos que les afectan, de acuerdo a la Convención sobre los Derechos del Niño).

“La mentira es una técnica mágica, un falso control de la realidad; por lo tanto, la mentira es una ilusión de poder, a falta de poder real”, explica la escritora Ikram Antaki.

Si observamos con detalle, los niños y las niñas suelen ser transparentes, extremadamente honestos en el arranque de la vida. Sus habilidades cognitivas incipientes sólo les permiten describir los hechos; aún sin dominar el lenguaje muestran el vaso que acaban de romper diciendo: “quebó”.

Si los adultos que le cuidan se mantiene respetuosos, empáticos, pacientes y considerados con su crecimiento, los niños y las niñas podrán hacer de la honestidad y la verdad, valores que los acompañarán a través de su vida.

Sin embargo, con frecuencia he sido testigo de la manera en que los adultos desalentamos dichos valores con nuestras reacciones ante sus conductas.

Seguramente has visto la cara de un niño pequeño la primera vez que padece este tipo de reacción ante la conducta considerada inadecuada por parte del adulto: rasgó el libro que le quedaba a la mano, derramó la limonada en el mantel, vació el rollo de papel en el escusado, derramó la crema de afeitar…, situaciones además divertidas, estimulantes, motivo de investigación y exploración, dicho sea de paso.

Sus “travesuras” generan reacciones que no siempre pueden ser manejadas adecuadamente por parte del adulto. Entonces los gritos, los regaños, los castigos, las peroratas y hasta las humillaciones hacen su aparición. Generando desconcierto, miedo, confusión, estrés… en el niño.

Pero no sólo es una cuestión de inhabilidad emocional la que provoca tales conductas en el adulto, también lo es la apuesta a los métodos rudos, estrictos, dolorosos como métodos educativos; la expectativa de obediencia ciega; la creencia de que si un niño recibe un castigo o un grito o un regaño, dejará de actuar mal, perdiendo de vista que los niños actúan mal porque muchas veces no tiene las capacidades o habilidades para actuar bien; entonces lo que necesitan no son métodos que los estresen y atemoricen, sino instrucciones y actos que les permitan adquirir la habilidad para proceder adecuadamente.

Sí, generalmente somos los adultos quienes los empujamos a la renuncia de la verdad a través de nuestros métodos autoritarios y de nuestra desconfianza y suspicacia hacia sus conductas, argumentos e intenciones, métodos que los desempoderan, que los dejan sin control de la realidad, que los empujan a la magia de la mentira que genera la ilusión del poder a falta de poder real.

A los papás del niño del presente artículo les preocupaba “la tendencia a mentir” de su hijo, sin darse cuenta que ellos eran los provocadores, y sospechando que algo estaba mal en el crío. En realidad todo está muy bien con él, reacciona echando mano de lo que tiene para ponerse a salvo de las reacciones punitivas de sus padres. Preocupante sería que aún sabiendo que lo iban a agredir dijera la verdad, ¿no crees?

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