Quince años de guerra
Parece imposible de creer, pero México lleva quince años en guerra. Fue en diciembre de 2006, cuando el entonces presidente Felipe Calderón Hinojosa decidió emprenderla contra el narcotráfico y declarar que estábamos en pie de lucha en contra del crimen organizado. Tres lustros son mucho y también muy poco. En el recuento, el inventario marca mucho tiempo, muertos, sangre, desprestigio, descomposición del tejido social y muy pocos resultados.
En aquellos años, el segundo presidente panista de México dijo que habría que pagar un precio: “caerán vidas humanas inocentes, pero valdrá la pena”. Se nos ha cobrado cada letra de esa sentencia, lo que no sé es si hemos recibido la recompensa por todo lo que se ha pagado. Insisto, ha sido mucho. Hay quienes opinan que lanzarse a la guerra contra el narcotráfico, fue como ir pegarle a la piñata con los ojos vendados. Puro golpe de ciego, puro agitar el avispero, puro echar a perder lo bueno y ahondar la brecha que hay entre la gente buena y los que no se portan bien.
Los que critican a Calderón, parece que se tragaron completas las letras de los narcocorridos y las series de traficantes de drogas que se erigen como antihéroes que se ganan la simpatía del respetable. Nos olvidamos de que se trata de maleantes que matan a sangre fría, que torturan sin compasión, que pudren a la sociedad, que reclutan niños y los enseñan a ser delincuentes. Además, tampoco fue muy lindo ver al presidente portando un uniforme militar, a muchos se nos puso la piel de gallina.
Por otro lado, los resultados obtenidos de la guerra no son para presumir. México se ha llenado de carteles que han extendido sus operaciones a lo largo del territorio nacional y se han globalizado para generar negocios internacionales con una logística que deja helados de envidia a los expertos. Han crecido y se han multiplicado, han sofisticado sus operaciones y no hay forma de parar. Hay muertos que trataron de parar el narcotráfico y hay quienes se siguen drogando con alegría y fruición.
La perspectiva de parar la guerra tampoco dio buenos resultados. Parece que a los criminales no les gustan los abrazos, ellos se entienden a balazos. En el sobre comentado y muy polarizado debate sobre seguridad en México, no se ha discutido con seriedad y profundidad sobre las estrategias discursivas oficiales. Se brinca a la descalificación ramplona en vez de reflexionar sobre los factores que convirtieron a este hermoso país en el escenario no de un conflicto armado entre el Estado y los llamados cárteles, pero sí de una brutal estrategia militar y policial en contra de los más vulnerables.
Sabemos que a las cabezas no se les despeina ni se les perturba, pero a los de a pie —en ambos bandos— se los trae a golpe de fusil, a brincos y balazos. El tema de seguridad nacional ha sido un elemento de lucimiento político que muchos ha usado para llevar agua a su molino. Así ha sido y así sigue siendo. El saldo sangriento de muertos, heridos y mutilados habla del fracaso de esta guerra. Un vicio inmundo destruye al que consume, al que vende —también de ese lado hay bajas— al que combate. Hay índices altos de letalidad y sabemos que hay ejecuciones extrajudiciales. Un desastre.
El presidente Calderón negoció con George W. Bush un paquete de ayuda para ir contra el narcotráfico. Se le bautizó como “Iniciativa Mérida” y con el flujo de millones de dólares se compraron helicópteros, equipo, armas para incrementar los niveles de seguridad, especialmente en la frontera. Se militarizaron las operaciones y tampoco hubo mucho que celebrar. De eso, la oposición se encargó de dar cuenta, de criticar y, en ocasiones parecía que traían ganas de defender lo indefendible.
La agenda antidrogas de López Obrador insista en replantear el problema del narcotráfico como un asunto de salud pública y con énfasis en la protección de comunidades vulnerables, como se acordó con Estados Unidos en el Entendimiento Bicentenario. Así es, otro programa más. No sé si es más con lo mismo o si se trata de una forma de darle un giro virtuoso al problema para redireccionarlo y encarrilar los esfuerzos en pos de la solución. Ojalá, porque quince años de guerra son muchos.