Viernes, 10 Enero, 2025

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Dulces tentaciones

Opinión

Mauricio Mokarzel

La voluntad es una de nuestras mejores herramientas. La capacidad de decidir entre las acciones que nos ayudan a desarrollarnos positivamente y cualquier actividad que afecte el alcance de nuestros objetivos, debería ser algo sencillo sin embargo no lo es.

La realidad es que nuestra capacidad de decidir entre algo bueno o malo para nosotros, no solamente tiene que ver con nuestra fuerza de voluntad. Es un poco más complejo que eso.

Cuando creemos que somos los dueños de nuestro destino, deberíamos detenernos un momento y pensar si realmente somos capaces de tomar las riendas sin ningún tipo de estimulo que nos lleve lejos de nuestra meta. La respuesta se encuentra en el fondo de nuestro cerebro, en la parte más primitiva, dónde los impulsos que nos ayudaron a sobrevivir hace miles de años, siguen impresos en nuestro ADN, preparados para atender cualquiera de las necesidades o amenazas que pudimos vivir en esa estresante época de la humanidad.

Toda la mecánica del estrés —como ejemplo— esta tatuada en nuestra genética desde los tiempos en que el pelo nos cubría todo el cuerpo. Y podríamos preguntarnos ¿para qué necesitamos las instrucciones para afectar nuestra salud y mantener a nuestro cuerpo en constante situación de ansiedad? Pues la respuesta es muy simple, no hemos actualizado nuestra genética a la velocidad necesaria para reaccionar a lo que otras partes de nuestro cerebro han permitido construir.

Mientras el centro de nuestro cerebro nos prepara para sobrevivir el ataque de un tigre, la parte frontal del mismo esta enfocado a diseñar el futuro y visualizar metas tan lejanas como las estrellas.

Las diferentes funciones del cerebro y lo diferente de sus alcances muestra que no hay total congruencia en lo que debe hacer cada una de las partes ya visto en conjunto; y aún así tenemos perfecta armonía en todo lo que tiene que hacer.

Cada latido de nuestro corazón y cada respiro de nuestros pulmones están totalmente automatizados y llevados a cabo sin que nuestra conciencia se involucre, y ese trabajo lo hace a la perfección el órgano que protege nuestra calavera.

Imaginemos que el cerebro es una casa que ha ido ampliando sus espacios y se ha ido remodelado conforme a nuestras necesidades. Este proceso no ha sido rápido, ha tardado siglos en suceder por lo que algunas secciones de la casa pueden tener una arquitectura o materiales distintos, según la época de la construcción.

Así pues, tenemos una cocina construida en la Edad Media, con calderos y paredes de piedra, tenemos una sala de estar con la mayor tecnología digna de cualquier espacio futurista y finalmente las habitaciones están decoradas en el mejor y más clásico estilo de la Francia de Luis XIV.

Imaginar vivir en esta casa podría traernos problemas, pero simplemente es la forma que la evolución decidió llevar las mejoras de nuestro cerebro para atender lo que en el transcurso cinco mil años le hemos pedido que haga para nuestra supervivencia.

Y la forma cómo hoy vivimos está muy ligada a esta disfuncional y al mismo tiempo armónica realidad del hogar de nuestra conciencia. Cuando tomamos decisiones en un estado emocional equivocado, sería cómo tratar de hacer palomitas de microondas en la cocina medieval mencionada anteriormente.

Las emociones — o el control adecuado de las mismas— es lo que puede llevarnos a un mayor control de lo que pasa en nuestra vida y así enseñarle a nuestro cerebro lo que debe hacer en cada situación particular.

Tomemos en consideración la relación del hombre moderno con el azúcar y otros carbohidratos. Este tipo de alimento es indispensable para el organismo, pues es la fuente de energía favorita que requieren nuestras células, especialmente las neuronas del cerebro, grandes consumidoras de glucosa. Cuando éramos cazadores y recolectores era muy sencillo consumir la energía de este tipo de alimentos, y por lo mismo eran muy valiosos para aquellas versiones de la humanidad, pues después de una larga caminata buscando comida, encontrar y comer una manzana significaba suficiente energía para salir corriendo y escapar de algún depredador. El problema es que ahora no es tan difícil encontrar estas fuentes valiosas de alimento y tampoco estamos corriendo de leones todos los días.

Nuestro cerebro no entiende en este momento que tenemos un refrigerador lleno de helado y cerveza listo para atender nuestra necesidad, y por lo mismo puede entrar en un proceso adictivo muy peligroso.

Lo que debemos hacer es evitar nuestros impulsos y construir hábitos que permitan crear conexiones neuronales firmes para cada actividad importante en nuestra vida actual, cómo comer saludable, hacer ejercicio o levantarse temprano. De esta forma el cerebro tenderá a darle prioridad a lo que repetidamente hacemos y no será necesario despertar a la sección más primitiva que nos dice que al existir peligro, llenes tu cabeza de ansiedad y tu estomago de pastel.

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