Miércoles, 11 Diciembre, 2024

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El derecho de dar

Opinión

Gaudencio Rodríguez Juárez

Iniciamos el siglo XXI considerando a las niñas y niños sujetos de derecho, ya no propiedad de sus padres o madres, o del Estado. Esto por lo menos en los discursos y hasta en las leyes, aunque en los hechos tal cosa no logre consolidarse, pues primero cambian los discursos —orales o escritos— y después las prácticas de relación entre las personas adultas y las niñas y niños.

            La Convención sobre los Derechos del Niño (sic) contiene el catálogo de derechos mínimos. Se trata de un instrumento que la mayoría de los países ratificó como muestra de su voluntad para hacer que dichos derechos se cumplan.

            Por mencionar algunos de los derechos ahí contenidos: derecho a la salud; a la educación; a la identidad; a la participación; a vivir en una familia; a la protección; a la libertad de pensamiento, de conciencia y de religión; a la seguridad social; a un nivel de vida adecuado para su desarrollo físico, mental, espiritual, moral y social; al descanso y el esparcimiento, al juego y a las actividades recreativas propias de su edad y a participar libremente en la vida cultural y en las artes.

            Aparentemente la lista es larga. No obstante, es probable que falten algunos otros que se dejan ver sobre todo en población que vive y crece en desventaja social, pero que haría bien a toda la población infantil. Uno de estos derechos es el derecho de dar.

 

 

            Al respecto, el neurólogo y psiquiatra francés Boris Cyrulnik, sobreviviente de la segunda guerra mundial cuando aún era un niño, dice, “tendré que comprobarlo, pero estoy casi seguro de que, entre los necesarios derechos del niño, hemos olvidado dar a los chiquillos el derecho de dar. Afortunadamente, los niños resilientes se toman este derecho, y de este modo transforman el recuerdo de su trauma en herramienta relacional”.

            El también psicoanalista nos explica que los niños de cuatro años sienten tanto placer al dar a los adultos los dibujos que acaban de hacer, debido a que, por un lado, así establecen una relación afectiva, y por otro, se hacen amar, al tiempo que hacen felices a quienes aman por medio de un objeto que emana de lo más profundo de sí mismos. “Al dar, el niño se siente mayor, bueno, fuerte y generoso. Su propia estima, agrandada por el regalo, provoca un sentimiento de bienestar y confecciona uno de los nudos del vínculo”.

            Los beneficios del derecho de dar se ven claramente en población que crece en desventaja social, en la adversidad, dije renglones arriba. “Casi todos los niños de la calle han descubierto este derecho a dar”, dice Cyrulnik, al tiempo que explica que “sería más justo decir que los niños que, más tarde, habrían de transformarse en resilientes fueron aquellos que, en el instante de mayor desesperación, se concedieron el derecho a dar. Con el dinero ganado mendigando, vigilando coches o con sus pequeños trapicheos, compraron alimento o medicinas para los más débiles del grupo. Muchos niños de la calle llevan algo de dinero a su madre aislada, ¡y hay algunos que incluso se pagan el colegio!”.

            Lo anterior no sugiere una romantización de la pobreza ni de la vulneración de derechos, pues ninguna niña o niña debería vivir en esas condiciones. Lo que Cyrulnik plasma es el efecto positivo que tiene en cualquier niña o niño el dar.

 

 

            Recuerdo una ocasión en que en el Centro de Asistencia Social en la que laboraba la población regaló muchos juguetes para las fiestas de fin de año. Hubo suficientes para cada niña y niño de la Casa Hogar y aun así sobraron muchos. “¿Qué hacemos ellos?”, nos preguntamos. La respuesta vino de una de las educadoras que además de laborar aquí, también lo hacía en una escuela de una zona marginada. Seguramente allá no recibirán regalos ni para Navidad, ni Fin de Año, ni Día de Reyes.

            Algunos de los niños de la Casa Hogar escuchaban con suma atención nuestro plan. Entonces dije: “¿Y qué tal si nuestras niñas y niños se suman a la caravana?”

            Se sumaron a la experiencia de dar. Repartían juguetes a otras niñas y niños con tal generosidad y alegría que su rostro se iluminaba de tal manera que no había visto durante su internamiento. Todo gracias a que experimentaban la bajada de cortisol en su cerebro —disminuyendo su estrés— y un aumento de oxitocina —por estar cuidando la necesidad y derecho al goce de otras niñas y niños— y de dopamina por la sensación de recompensa al palpar que hacían algo bueno.

            De esta experiencia hablaron con orgullo, alegría y satisfacción durante mucho tiempo.

            Sí, dar hace mucho bien a ambos lados del vínculo, es decir, a quien da y a quien recibe. Por eso deberíamos generar mayores oportunidades para que la bondad y la generosidad de las niñas y niños —sin importar su condición—, emerjan, pues la salud mental y la formación de una personalidad humana, solidaria, generosa y segura, será la consecuencia.

Gaudencio Rodríguez Juárez

Psicólogo / [email protected]

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