El PRI ya murió en la Sierra Gorda…
Todavía en las dos últimas décadas del siglo pasado, el control de la Sierra Gorda de Guanajuato estaba en manos de grupos priistas caciquiles, cuyos territorios de poder se habían instaurado desde el agrarismo. Por ese tiempo, en los municipios de Atarjea, Santa Catarina, Xichú, Victoria, era común relacionar la política con nombres como el de J. Carmen Chavero, Julio González, Lorenzo Flores, Ma. Carmen Montoya, Edmundo Tello, Guadalupe Martínez, Antero Landaverde, este último con influencia regional al contar con el padrinazgo de Juan Ignacio Torres Landa. Luego, hacia San Luis de la Paz, fue la época de Odón León Patiño, José Mendoza, Claudio Ortiz, Nabor Ortiz, Faustino Ramírez, Juan Álvarez, Ramón Cárdenas…
En lo que va de este siglo no se han transformado los usos y costumbres políticos, ni existe una renovación de los perfiles que merodean los partidos: la gran mayoría siguen abrevando en la mentalidad de los viejos priistas, incluso algunos son descendientes y como aquellos saquean el erario, se aferran a las administraciones como si se tratara de un patrimonio familiar y su respuesta frente a quienes contrarían sus intereses son las represalias.
Sin embargo, hay un hecho que no puede dejar de consignarse: en este antiguo territorio montañoso, el PRI como institución sólida y como referente ideológico ya perdió su fuerza al grado de extinguirse. La elección del 2 de junio, fue su sepulcro.
Precursor de la resistencia civil…
Un precedente decisivo que aceleró su declive en la serranía, sucedió en Xichú, pocos años antes de que se diera en el país la alternancia en la presidencia de la república. A mediados de los noventa detonó un movimiento que concentraba el hartazgo ante los abusos del grupo priista enraizado en el poder gran parte de ese siglo.
Como no ha vuelto a suceder, aquel impulso social tuvo la fuerza suficiente para realizar marchas y protestas en la capital del estado, encabezadas por Adán Velázquez Benavídez, oriundo de la cabecera municipal de Xichú, quien adquirió reconocimiento popular como líder moral de esa revuelta que terminó trascendiendo intereses partidistas, contagiando alcaldías vecinas, y conformando lo que se denominó “Movimiento Ciudadano Xichulense”.
Fueron largos meses en los que prevaleció una tensión sombría. En aquellos días y noches se respiraba un ambiente de confrontación, pero también de vulnerabilidad entre los opositores porque el grupo en el poder era protegido abiertamente por la cúpula política estatal, al grado de, en varios momentos, blindar con decenas de policías el edificio de la presidencia municipal. Las amenazas eran cotidianas, hubo un muerto y quedó un pueblo fracturado. Un abierto cómplice de esas atrocidades desde el Congreso Local fue el priista Francisco Arroyo Vieyra. Era el tramo final del interinato de Carlos Medina, y el inicio del sexenio de Vicente Fox. El apagafuegos del conflicto fue el finado secretario de gobierno Ramón Martin Huerta, quien con argucias propias de un oscuro policía, logró contener la crisis y agotar aquel movimiento, que no tenía ni la estructura, ni la experiencia para sortear esos embates oficiales.
El PAN terminó como uno de los principales beneficiarios de ese ímpetu crítico aflorado en segmentos de la población serrana que, sobreponiéndose a la intimidación, comenzaron a enfrentar aquellos gobiernos autoritarios. Al ser la opción de cambio al alcance, esos contingentes de inconformes nutrieron sus filas y fue como el partido conservador poco a poco empezó a ganar alcaldías en la región, aunque a la vuelta del tiempo establecería iguales o hasta peores cacicazgos que los priistas.
El último clavo al ataúd…
En caso de que el PRI conserve su registro unos años más, es posible que como cualquier otro partido franquicia, sea utilizado por algún grupo local (o hasta por su aliado el PAN) para operar marrullerías, corruptelas, o eventualmente recuperar espacios en la Sierra Gorda, pero aún si le inyecten vida artificial solo se tratará del cascarón, porque las dos últimas elecciones dieron muestra que ya perdió aquel ciego arraigo de antaño cuando sus fieles seguidores podían ser objeto de humillaciones, presenciar el descarado robo a las arcas públicas (mientras ellos sobrevivían entre carencias), saberse usados a cambio de tortas y refrescos para nutrir eventos oficiales, pero ante eso -casi al modo de un acto de sacrificio religioso-anteponían su institucionalidad. Y es que el PRI logró construir símbolos que hacían a la gente sentir que encarnaba a México, a la bandera, a la revolución. Era un pilar de la identidad nacional, remitía al atavismo del padre benefactor.
Ese sedimento cultural y simbólico es el que se ha extinguido con la desaparición física de las últimas generaciones de serranos nacidos las primeras décadas del siglo XX, las que solo accedían al mundo exterior a través de los escasos radios de baterías, del canto de los trovadores campesinos asombrosamente letrados o relatos de los migrantes que, hasta los cincuentas, eran un sector minoritario. Todavía hace treinta años hubiera sido una fantasía pensar que las planillas de Ayuntamiento del PRI serían aplastadas sin piedad como acaba de suceder: en Atarjea solo obtuvieron 9 votos, en Xichú 39, en Victoria 390 (4 % del total), en Santa Catarina 1,243 que apenas le alcanzaran para las tres únicas regidurías que tendrá en la región.
Al otrora todo poderoso partido, nada le queda en la Sierra Gorda de sus bases campesinas antaño inamovibles, esas que le profesaban lealtad con la misma vehemencia con la que adoraban a la Virgen de Guadalupe.