El reto de Biden con los indocumentados
Los Estados Unidos de América son un país que forjó su identidad a partir de la diversidad. Nuestro vecino del norte se fraguó con el trabajo de personas que dejaron las tierras que los vieron nacer, gente valiente que se atrevió a seguir un sueño. Fue el anhelo de tener una vida mejor en un lugar diferente. Y esa fue la piedra constitutiva con la que se comenzó a edificar al país que se convirtió en una de las economías más importantes del mundo.
En esos años, se daba la bienvenida a las manos laboriosas que estaban dispuestas a arremangarse, a ensuciarse y a trabajar duro. La paradoja que se ha vivido en esa tierra prometida es que hoy, si eres una persona trabajadora, honesta, industriosa, cabal, entusiasta pero indocumentada en cualquier parte de Estados Unidos, las cosas que se hacen para tener una vida digna —para uno y los seres queridos— son ilegales. Así de fuerte. Las personas que buscan llevar el pan y la sal a sus mesas cada día con esfuerzo están fuera de la ley. Incluso, si su trabajo es necesario para que la rueda económica de la nación siga girando.
¿Cómo se llega a ese sinsentido? Lo cierto es que la gente cruza las fronteras sin contar con los documentos necesarios. Unos lo hacen por avión y se internan como turistas y allí se quedan. Otros requieren un conjunto especial de habilidades. Los que tienen experiencia, porque ya lo han hecho varias veces, conocen los trucos: cruzar desiertos en la oscuridad de la noche, estudiar el Río Grande durante semanas para encontrar la curva más superficial del río para cruzar, conseguir un trabajo en su primer día en el país, encontrar apartamentos que no necesitan un contrato de arrendamiento, aprender inglés en bibliotecas públicas, colegios comunitarios. Todas ellas muestras de resiliencia, adaptabilidad y competencias para enfrentar el cambio en forma eficiente.
A menudo, la gente sólo tiene una esperanza de supervivencia, que tendemos a no mencionar, se da por hecho. Ancianos, mujeres, niños que son arrojados de sus patrias porque ya es imposible continuar ahí. Situaciones insostenibles que los llevan a tomar la decisión racional de buscar otros horizontes. Ese sacrificio es imposible de articular en su justa dimensión. El peso se siente en el fondo, en el cuerpo. Ese es el pacto entre los inmigrantes y sus hijos en Estados Unidos: nos dan una vida mejor, y pasamos el resto de esa vida averiguando cuánto de nuestra carne pagará la deuda.
Es absurdo que aquellos que se encargan de muchas de las labores esenciales en una nación, reciban ese trato; en especial, cuando su labor se requiere y si no fuera por ellos, nadie más las haría. Lo lógico sería regularizar la situación de los migrantes a quienes hemos dado por llamar indocumentados. Se les da un trato indigno, se les llama ilegales y en estricto sentido, lo son. Rompieron la ley al traspasar la frontera sin tener permiso, es verdad.
No obstante, hay algo que no responde a la lógica. Si alguien necesita que se haga un trabajo y ahí hay alguien que quiere y puede hacerlo y que nadie más muestra voluntad de hacerlo, ¿por qué ponerles un obstáculo? Habría que tomar el toro por los cuernos y resolverles el problema. Especialmente, porque estamos hablando de gente solidaria que ha sacado a flote a aquella nación y a ésta con todas las remesas que recibimos de su generosidad y solidaridad. Algo estamos haciendo mal al olvidarlos y ponerles en semejante condición.
El reto de Joe Biden con los indocumentados es cambiarles la calidad migratoria. Es devolverles la dignidad y reconocer que esas manos son las que hacen grande a aquella nación. Es apartarse del discurso de odio y retomar el diálogo, es volver a los sentidos y sacar a la gente de la miseria y de la angustia de trabajar bien y en forma honesta, pero ilegal. Es absurdo no hacer algo al respecto.