Viernes, 10 Enero, 2025

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Honrar la palabra

Opinión

Cecilia Durán Mena - Las ventanas

Mi padre me enseñó que la palabra vale y que una promesa hecha es un compromiso que se tiene que cumplir. Más allá de las formalidades, siempre dijo que creía más en lo que decía que en lo que firmaba, porque siempre venían letras pequeñitas o conceptos que no se entendían a cabalidad; pero lo que se habla, lleva la intención de quien lo dice. No hay forma de desentenderse, porque quien emite el mensaje sabe perfectamente lo que quiere decir, la intención que tienen sus palabras. Pareciera que las palabras se las lleva el viento y que van perdiendo valor, que los compromisos significan poco y que honrar la palabra es cosa de viejos. No me parece que debiera ser así. No debiéramos olvidar nuestros compromisos.

Me temo que todo empieza por la facilidad con la que se desatienden las palabras. Andamos distraídos y sin poner atención, oímos y decimos tantas cosas que se quedan perdidas en la memoria y se desmaterializan, como si a nadie le importara hacerse cargo de sus dichos. Peor aún, actuamos como si el olvido viniera a sustituir a los argumentos. Ya no se necesitan las letras pequeñas en un mundo tan olvidadizo. La semana pasada, el presidente Biden lanzó un tweet que decía: “Les doy mi palabra como un Biden”. No sólo hizo un compromiso, sino que puso su nombre como aval. Parece que no tuvo mucho significado. Ya nadie se acuerda.

La palabra del presidente de los Estados Unidos se ha depreciado mucho en muy corto tiempo. Hace unos cuantos meses, era de gran valía. Especialmente, cuando se llevaba a cabo una justipreciación comparativa con los dichos de su antecesor, Joe Biden era muy apreciado. Se creía en su buena voluntad. Hoy, vemos que sus compromisos están a un nivel muy cercano al suelo. De hecho, en los últimos días, pareciera que el mandatario se dedicó a hacer un álbum con todas las promesas que hizo en campaña para reaccionar justo al contrario.

Es triste, a los políticos no les importa llenarse la boca de frases de tierra y lodo, de promesas que saben que no podrán cumplir —o no querrán cumplir— para luego olvidarlas. Por eso, la retórica tuvo tan mala fama después de la caída del Imperio Romano. El pueblo se daba cuenta de que las palabras que se alineaban en forma convincente eran espejos que buscaban deslumbrar, pero que eran falsas. El prometer no empobrece es cumplir lo que aniquila, dice el dicho popular. Nadie le cree a los políticos, pero sus palabras siguen generando esperanza y en pocos días llega la desilusión. Pasa en Estados Unidos y pasa en México también.

Recientemente, se vio, una vez más, como el presidente López Obrador levantó la mano de la Jefa de Gobierno. Su apoyo descarado parece una travesura. Y, no lo es. Es una flagrante omisión a su promesa, es una falta grave a sus palabras. Dijo que él jamás intervendría en el proceso electoral, que buscaría una transición democrática y que una vez cumplido su encargo se iría a su rancho. ¿En qué quedamos? La timidísima Dra. Scheinbaum se deja levantar el brazo y ella también lanza al olvido su compromiso de terminar de gobernar la Ciudad de México, tal como se le encargó en los sufragios que la llevaron a ser la gobernante de la capital de la República.

Claudia Scheinbaum es muy olvidadiza. Ya no se acuerda de las promesas que hizo a los afectados por el accidente de la Línea Dorada del Metro, tampoco de las personas que se quedaron sin casa por el desgajamiento del Cerro del Chiquihuite, a lo mejor no recuerda dónde dejó las llaves de su casa o ande muy distraída con sus anhelos presidenciales. Pero, de que hizo promesas, las hizo. De que las olvidó, hay muestras. Basta preguntarle a los afectados.

Claro, a nadie sorprende. Eso es el problema. Estamos tan acostumbrados a que no se honren las palabras, a que lo dicho se vaya volando con el viento, a que olvidemos las promesas y a que la desilusión se haga presente que ya ni siquiera hacemos un esfuerzo para recordarles sus compromisos. Andamos distraídos y ese es el problema. Nos olvidamos de lo que dijeron y ese es su escudo. Nuestra falta de memoria. Pero, podría ser diferente.

Podríamos pedirles que recuerden. Podríamos exigirles que cumplan. Y esa exigencia no se hace sólo con los altos políticos. Podríamos recordar nuestros propios compromisos y honrarlos, los de nuestros hijos, los de nuestros seres queridos. Ser memoria y educar en el compromiso. Honrar la palabra no debe ser costumbre de otros tiempos, debiera ser una seña de identidad, una marca personal.

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