Sábado, 11 Enero, 2025

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Opinión

Cecilia Durán Mena - Las ventanas

Es triste, pero es cierto, los efectos de los discursos de odio rompen el tejido social y dañan las bases de convivencia; infectan más que un virus y contagian a más personas que un organismo microscópico. Siempre creí que el cariño, la fraternidad, la amistad estarían por encima de cualquier ideología, de ejercicios intelectuales, de posiciones políticas y debo confesar en carne propia que eso no es cierto.

La certeza de que el amor filial es más grande que cualquier discusión de sobremesa, se acaba cuando tratas de expresar una idea que va en contra de lo que sostienen alguien más. No importan los argumentos, quienes abrazan algo diferente ponen más emoción que análisis, más alaridos que razones y enseguida llega la desacreditación automática. Se elevan las cejas, se tuerce la boca, se chupan los dientes y adiós a cualquier tipo de debate razonado. Empiezan los gritos y sombrerazos.

Es verdad que la objetividad se vuelve esquiva, que el dictado de las vísceras impera, que la voz se eleva y los turnos en las conversaciones se atropellan. Nadie deja que el otro termine la idea, nos dejamos de escuchar y una simple plática de café se convierte en una batalla en la que pareciera que los participantes se están jugando la vida.

El sabor amargo que queda en el paladar después de estas conversaciones que sustituyeron las palabras por los ladridos se hunden en la garganta. Unos y otros elevan los hombros y cada parte regresa a su esquina para sobarse las heridas. Se suspende la posibilidad de diálogo, se rompen los canales de comunicación. Todo sube de tono. Las conversaciones se van agriando. Nos enojamos con esa amiga, con aquel primo, con las hijas.

En ocasiones, preferimos guardar silencio. Evitamos la pelea, pero nos alejamos. O, si nos vemos, optamos por evitar el tema a toda costa. Elegimos ser corteses, sonreír, evadimos el intercambio de opiniones, nos guardamos los pensamientos, hablamos del clima, de la moda, de colores y nos introducimos en una especie de cortesía versallesca, artificial e incómoda.

Ya no discutas, no le digas, mejor cambiamos de tema. Nos derrotamos ante la frivolidad porque no sabemos compartir, menos disentir. Le corremos a los asuntos espinosos porque no queremos terminar pinchados y acabamos hiriendo de muerte la profundidad de la reflexión. Así pasa con temas tan relevantes como el feminismo, la legalización del uso lúdico de la marihuana, la prostitución, el concepto de familia, el aborto. La política se vuelve el tabú prohibido. La censura reina en el mundo de la irreflexión.

Dejamos que gane el encono en vez de las propuestas. Los discursos de odio penetran en el tejido social de la misma forma en que la humedad sube por las paredes de la casa. Vemos que la pintura se descarapela y entendemos que se ha venido extendiendo desde los cimientos. Se expande como una mancha de tinta sobre papel de china. Y, las personas de a pie, como tú y como yo, caemos en la trampa.

Es cierto que estos fenómenos no son nuevos, que desde siempre ha habido diferencias —hasta los dedos de la mano son distintos—. Unos son leones y otros rotarios; unos le van al Cruz Azul y otros al Atlas; unos prefieren el soccer y otros el béisbol; hay a los que les gusta más el chocolate y hay a los que les gusta la vainilla; ateos y creyentes. De todo hay en la viña del señor y esta época no es la primera en ver como un hermano eleva la quijada de burro y se la entierra en la cabeza a su propia sangre.

Eso no significa que no debamos alzar la mano y hacerlo notar. Es muy triste ver como estamos contribuyendo a la destrucción del tejido social cuando no estamos listos para aceptar que somos diversos, cuando lejos de comprender despreciamos. Siempre creí que el cariño, la fraternidad, la amistad estarían por encima de cualquier ideología, de ejercicios intelectuales, de posiciones políticas y debo confesar en carne propia que eso no es cierto.

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