Miguel Hidalgo y la campaña insurgente: de Valladolid al Monte de Las Cruces
En Acámbaro, rumbo a la capital del virreinato, se organizó a aquella multitud en regimientos de mil combatientes cada uno; cada cuatro regimientos formarían una brigada; y cada cuatro brigadas una división, para dar un total de cinco divisiones. Todos los soldados recibieron un aumento en su dieta; los oficiales tuvieron un mayor sueldo y se hizo más estricto el otorgamiento de grados militares.
A principios de octubre de 1810, después de haber nombrado autoridades locales y provinciales en Guanajuato –entre ellas al intendente José Francisco Gómez– y de haber establecido una casa de moneda y una fundición de cañones, Miguel Hidalgo ordenó la marcha del ejército insurgente hacia Valladolid (hoy Morelia).
Desde su inicio, la rebelión surgida en Dolores tenía como destino lógico la ciudad de México, de allí las jornadas hacia San Miguel y Celaya; pero, la imposibilidad de tomar Querétaro, por estar sumamente protegida, obligó a virar hacia el Bajío. Y ahora hacia Michoacán, con el fin de aprovechar la captura del intendente de aquella región, Manuel Merino, por parte de algunos patriotas de Acámbaro, encabezados por la heroína María Catalina Gómez.
Atravesando las fértiles tierras irrigadas por el Lerma, la oleada rebelde, calculada ya en cuarenta mil personas, se aproximó a Valladolid y el día 15 de octubre desde las inmediaciones, Juan Aldama pidió su rendición.
Entabladas las negociaciones en Indaparapeo, la ciudad se entregó sin luchar, recibiendo a los sublevados el día 17 en un jubiloso desfile encabezado por Hidalgo y Allende.
El 18 Miguel Hidalgo designó a José María Anzorena como intendente y a los nuevos gobernantes de la localidad; además se apropió de 407 mil pesos correspondientes a la Catedral, a los caudales del rey y a los particulares, fondos que pasaron a su hermano Mariano Hidalgo, tesorero de la tropa.
Quizás por la amenaza de saqueos y desórdenes que se presenta el día siguiente, Hidalgo dispone la supresión del pago de tributos para las castas y otorga además la libertad a los esclavos de la comarca, justificando esta medida, dictada por primera vez en América, por humanidad y misericordia.
La salida de los insurgentes ocupó todo el día 20, pues eran ya 80 mil personas entre tropas disciplinadas y cuadrillas tan entusiastas como ignorantes en materia bélica. Había un contingente de prisioneros, grandes caudales que requerían vigilancia constante y una bodega ambulante compuesta de víveres, municiones, ropa, animales para consumo humano, agua y medicamentos.
En Acámbaro, rumbo a la capital del virreinato, se organizó a aquella multitud en regimientos de mil combatientes cada uno; cada cuatro regimientos formarían una brigada; y cada cuatro brigadas una división, para dar un total de cinco divisiones. Todos los soldados recibieron un aumento en su dieta; los oficiales tuvieron un mayor sueldo y se hizo más estricto el otorgamiento de grados militares.
Debió entonces el generalísimo Hidalgo escuchar a quienes proponían disminuir el ejército, concentrarlo en la serranía y entrenarlo para la guerra. Esta opinión, propia de los elementos castrenses, se basaba en un hecho incuestionable: hasta esa fecha no se habían enfrentado a la auténtica milicia realista en campo abierto.
El cura, en cambio, siguió con la estrategia que hasta entonces le había resultado: atemorizar ciudades con el tamaño de las huestes y levantar en armas de ser posible a toda la población de la Nueva España para romper el yugo de sus opresores.
Así, se avanzó sin resistencia por Maravatío, Tepetongo, Ixtlahuaca y Toluca, siendo hasta el 30 de octubre cuando se tuvo enfrente al ejército del rey que resguardaba la ciudad de México: mil infantes, cuatrocientos jinetes y dos piezas de artillería al mando de Torcuato Trujillo.
La batalla se libró en el Monte de las Cruces durante toda la jornada; pues pese a su enorme desventaja numérica, los realistas lograron contener los embates de la muchedumbre insurrecta hasta que perdieron sus cañones que cubrían de metralla al enemigo. El mérito de esta hazaña fue de Mariano Jiménez y de tres mil efectivos que siguiendo las órdenes de Ignacio Allende quitaron a Trujillo su mejor arma, la artillería.
La victoria, que dejaba el paso libre hacia la capital, tuvo así un sabor amargo por las cuantiosas pérdidas humanas que se sufrieron y por el agotamiento de las municiones. La Ciudad de México estaba inerme ante los insurgentes, tal y como lo habían soñado; pero, por el esfuerzo, parecían estar exhaustos, incapaces de asestar el golpe definitivo.