Sábado, 25 Enero, 2025

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¡Cuando venga tu papá!

Opinión

Guadencio Rodríguez Juárez -Parentalidad

Me siento en una banca del centro comercial para responder algunos mensajes en mi dispositivo. Dos metros a mi derecha, en un estanquillo, empieza a llorar un niño de tres o cuatro años de edad. Su estatura apenas rebasa la rodilla de la mujer que ignora su llanto que aumenta a cada segundo.

No logro concentrarme para realizar la tarea que pretendía al sentarme en la banca, pues la cara del niño refleja sufrimiento, previa tristeza y estrés.

Ahora estoy pensando qué puedo hacer ante esa situación, cómo intervenir para frenar la desregulación de ese niño que con su llanto pide ayuda a una mujer que lo único que atina decirle es: “¡Deja de llorar!” y más adelante: “¡Cuando venga tu papá le diré lo mal que te estás portando!”. Comentarios que, obviamente, intensifican el llanto del niño.

¿Qué hacer?, me sigo preguntando, pues se trata de iniciar algo que ayude a la situación en lugar de empeorarla.

Cerca de mí aparece un hombre. Me paro y le digo en voz alta: “Parece que ese niño la está pasando mal, ¿verdad? Necesita algo y por eso llora, pero no le hacen caso”. El hombre me ve con cara de extrañeza, como pensando: “Y a mí eso qué me importa”, por lo que se retira de inmediato.

Afortunadamente, la mujer a cargo del niño –que más adelante me enteraré que es su nana– alcanza a oír mis palabras, voltea a verme –se nota un tanto apenada–, hacemos contacto visual, me acerco y con la actitud más amable posible le repito: “La está pasando mal el niño; se le nota en su carita que está sufriendo”.

Con una leve sonrisa nerviosa responde: “La culpa la tiene su papá porque le compra todo lo que quiere, ahora está llorando porque no le compré un cochecito, pero si usted viera cómo tiene lleno su cuarto de cochecitos y juguetes…”. Mientras tanto, el niño sigue llorando abrazado a su pierna.

“Ya cálmate o no te compro nada”, le dice.

“Creo que es muy pequeño para calmarse solo. Está frustrado y sus emociones ya rebasaron su capacidad de calma. Creo que necesita tu ayuda para calmarse”, le digo al mismo tiempo que ella ya lo está tomando en brazos.

“En este momento, en su cerebro hay sustancias que detonan su estrés, pero en niveles muy altos que el niño no puede controlar”, continúo. “Pero con tu ayuda ya se está calmando”.

Ella le hace caricias y le regala palabras amables y cálidas: “Ya, tranquilo, cálmate, no pasa nada”.

“Mira qué rápido se está tranquilizando. Eso significa que tiene una buena relación contigo. Qué suerte tiene de tenerte a su lado”, le digo, y espontáneamente aparece una sonrisa de orgullo en su rostro.

“Ahora que ya está tranquilo y termines el trámite que estás haciendo, podrás explicarle que no es conveniente comprarle el juguete que pide porque en casa tiene muchos de esos, y podrás sugerirle que piense con cuál de todos ellos jugará cuando lleguen a casa. Coincido contigo en que no es bueno comprarles cosas en exceso”, concluyo.

“Mira al señor”, le dice al niño que ahora ya está muy seguro y en paz en sus brazos. “Salúdale”. El niño me ve con reserva, busca mi mirada, estira su mano en clave de saludo. Le regreso el saludo, lamentando que no pueda ver mi sonrisa debajo del cubrebocas.

Del estrés pasamos a la camaradería. Todo esto bajo la mirada, primero desconcertada y después sorprendida, de la encargada del puesto de dulces y baratijas que pacientemente esperó durante los dos o tres minutos de nuestra interacción.

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