La importancia de la familia
Años atrás, pasando las fechas que favorecen los encuentros familiares, me preguntaron: ¿por qué es importante para ti la familia?
Lo es porque ahí nací y crecí, y el paso por ella dejó los cimientos de mi personalidad, de mi carácter.
Lo es porque de ella obtuve la salud mental, la autonomía y las habilidades para la vida que me dieron la posibilidad de dejarla y hoy volver a ella no por imposición ni culpa, sino por el deseo de reencontrarme con sus miembros.
Lo es porque mi identidad, fruto de la socialización, tuvo en sus miembros una fuente de identificaciones valiosas, edificantes, inteligentes, generosas, chuscas, alocadas, espirituales, variopintas…
Lo es porque con su convivencia me humanizo, con su apoyo me fortalezco, con su alegría me revitalizo, con su mirada me confirmo, con su aliento me motivo, con su diálogo me enriquezco, con su respeto me respeto…
Lo es porque ahí viví experiencias de todo tipo, intensidad y frecuencia que activaron mi sensorio y mi capacidad reflexiva, para hacer de cada experiencia, una oportunidad de nutrición y aprendizaje.
Lo es porque es el lugar al que regreso presencialmente para festejar los retos superados, los logros obtenidos, así como para tomar fuerzas y recursos para enfrenar los desafíos de la vida.
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Lo es porque es al lugar al que vuelvo mentalmente cuando estoy lejos, sobre todo en lugares y con gente extraña, en situaciones cargadas de estrés, incertidumbre, zozobra.
¿Significa que todo ha sido lindo y positivo en mi familia? No. De haber sido así, no se trataría de una familia.
Familia es un conjunto de personas que tejen una red de relaciones que contiene a sus miembros y les permite crecer, madurar. Y al tratarse de personas la imperfección es la característica fundamental, imperfección que deviene en malos momentos, en conflictos de diversa índole, intensidad y frecuencia, dolores y hasta que uno que otro desplante.
Pero justo por eso es importante la familia, porque los malos momentos permiten valorar y dimensionar los buenos.
Lo es porque los conflictos –propios e inevitables en las relaciones humanas– se dirimen en un clima de respeto, consideración, amabilidad y buena intención, dejando como resultado la habilidad para negociar, mediar, pactar, habilidades fundamentales para la vida en sociedad.
Lo es porque los dolores ahí padecidos –no siempre ahí provocados– pudieron ser superados gracias a las acciones y actitudes reparadoras.
Aún así, “no tengo en un altar a la familia, culpable de mis fobias y mis filias”, como reza la canción. Simplemente la tengo en mi corazón (metafóricamente hablando), tomada como lo que es: una matriz grupal de donde emergimos seres humanos, es decir, imperfectos, al mismo tiempo que deseosos de vivir bien, o sea, haciendo el bien para sí y para los demás.
Por mi profesión de psicólogo he conocido las consecuencias de haber crecido privado de familia, lo cual me permite ver con mayor claridad la necesidad de una. Lo cual me permite, también, constatar que sí existe algo peor que una familia con carencias y limitaciones: no tener una.
En la familia existen momentos lindos que detonan emociones gratas y malos momentos que activan emociones nada gratas, que nos ponen furibundos. Eso es estar vivos. Pero como dice el psiquiatra Anthony Storr, en la vida es inevitable y tolerable sentirse furioso a veces aun “con aquellos a los quienes se ama, y aceptar que ellos puedan sentirse furiosos con uno, siempre que sea consciente de la existencia de una corriente subterránea continuada de amor o al menos se esté seguro de que el amor volverá cuando haya pasado la ira”.
La familia es importante porque ahí se puede aprender a comprender a gestionar las propias emociones. Y quien consigue tal aprendizaje tiene la llave para el futuro. Hablamos de la inteligencia emocional.
La familia es importante porque proporciona el amor incondicional que nos prepara para la aceptación condicionada de la sociedad.