Miércoles, 05 Marzo, 2025

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¿La última gran ilusión? Mis recuerdos de la guerrilla zapatista

Opinión

Eliazar Velázquez Benavídez

Este primero de enero se cumplen 31 años de la aparición pública del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN), tuve la oportunidad de mirar de cerca algunos aspectos de ese movimiento que marcó a México. En 1994, a pocos días del levantamiento, envié desde San Cristóbal de las Casas al extinto periódico Nacional de Guanajuato, algunas crónicas de aquella realidad fracturada, en la que se percibía una extraña sensación a tiempo suspendido.

Tiempo después pude aproximarme, pero desde otra vertiente, porque entonces ya la puerta de entrada fue Antonio García de León, historiador y músico veracruzano experto en esa región del país, quien en el llamado diálogo de San Andrés Larrainzar, desempeñó para los indígenas sublevados funciones de coordinador de “asesores”, una figura que les servía de escudo civil frente a los representantes del gobierno. Yo estaba en plena juventud, conocía a García de León por los vínculos que propicia la música tradicional y acudí a Chiapas como parte de “Los Leones de la Sierra”, agrupación artística con la que crecí y con la que en ese momento colaboraba muy de cerca.  

 
 

En visitas posteriores también la música nos dio acceso: acompañando a mi hermano, el trovador Guillermo Velázquez, acudimos a un evento que denominaron Convención de Aguascalientes; luego, en viaje compartido con músicos urbanos, estuvimos en una localidad de la selva lacandona rebautizada como “La Realidad”. Por esos años también asistí a eventos masivos muy emblemáticos que el EZLN y sus brazos civiles organizaron en la Ciudad de México.

En 1999, cuando cinco mil delegados, pertenecientes a las bases de apoyo zapatistas, se dispersaron por el país como parte de la promoción de la Consulta Nacional sobre los Derechos y Cultura Indígena, junto a otros amigos y amigas, creamos las condiciones operativas para que una pareja de tzoztiles llegaran a la Sierra Gorda de Guanajuato. Los recibimos, protegimos y trasladamos a dialogar con la comunidad Corralillos, en el  municipio de Victoria, que luchaba por la tierra; igualmente, se adentraron a una localidad de Xichú mancillada por  los caciques priistas y también hablaron en la plaza de cabecera, donde mi finada mamá Esperanza los abrigó en su casa una noche. Esa travesía la registré en una crónica para el suplemento Ojarasca de la Jornada, dirigido por Hermann Bellinghausen, quien en esa época era el  reportero más avezado en el tema zapatista.
 

 Me incluyo entre los jóvenes que por esos años encontramos en el zapatismo inspiración y bríos para nuestras propias resistencias, pero también entre los que en 2006 atestiguamos con desconcierto el llamado de Marcos a no votar, y en cambio vimos con extrañeza cómo lanzó su propia estrategia propagandística que denominó “La otra campaña”. Su narrativa comenzaba a mostrar fisuras. Recorría el país llamando a no acudir a las urnas y proclamando su independencia de los partidos, pero en su paso por el noreste de Guanajuato pernoctó en Cieneguilla, Tierra Blanca, en casa de los más prominentes panistas del lugar. Luego, muy a tono con sus  estrategias mediáticas, como estaba de moda la película “Diarios de motocicleta”, alusiva al Che Guevara, parte del trayecto a San Luis de la Paz trepó una moto conducida por un joven que en ese entonces dirigía al PRI en el municipio de Victoria. Desde entonces pienso que su postura terminó beneficiando al derechista Felipe Calderón.

 
 

A mi entender fue en ese momento cuando se fracturó el idilio que desde 1994 y hasta esa fecha se había establecido entre los zapatistas y amplios sectores del país. Y es que los mexicanos que luego del decepcionante sexenio foxista, en esa elección consideraban a Andrés Manuel López Obrador como la opción para el cambio, eran los mismos que años atrás habían salido a las calles para arropar a los guerrilleros en sus momentos más vulnerables.

Todo el pasado sexenio los medios poco se ocuparon del EZLN, ni siquiera hicieron eco del viaje trasatlántico que un contingente realizó para encontrarse con colectivos europeos. Pero casualmente, en plena campaña electoral, amplificaron el  comunicado de Marcos, titulado “El viaje”, que se alineaba en el mismo tono y bilis que venía usando la derecha contra el todavía presidente López Obrador, quien seguramente no es el mesías impoluto que su fanaticada nacional piensa, pero en ese texto las descalificaciones del líder zapatista estaban fuera de toda proporción.

Me cuento entre quienes guardamos mucha gratitud, admiración y respeto al EZLN por todo lo que desataron, pero también observo que desde hace años sus posturas y análisis han ido perdiendo puntería y adolecen de ceguera ante los matices de la realidad. Da la  impresión como si Marcos hubiera naufragado en su propio personaje. Y es que, aun con sus sorprendentes habilidades estratégicas, los rebeldes chiapanecos no han estado exentos de esos lastres que siempre han terminado ahogando a la izquierda mexicana, sea en sus versiones radicales o deshidratadas: sectarismo, vanidades desbordadas, fanatismo  y culto a la personalidad.

 
 

Fue un privilegio ser joven cuando aquel movimiento  irradiaba, en sus primeros años, la poderosa fuerza de las utopías que provocan un giro profundo en el devenir lineal del tiempo, y que sacuden hasta los huesos la vida de las personas, de una comunidad, de un país. Sin esa y otras lumbres inspiradoras que hubo en México y América Latina en  las últimas décadas del siglo pasado, posiblemente esta columna Divisadero no existiría, ni tendría la fuerza para perseverar y no hubiéramos podido encontrarnos… un año más en este espacio. Gracias lectores, lectoras, nos leemos en enero…

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