Migrantes
Uno de los sueños de finales del siglo XX era lograr que el mundo se hiciera un territorio de libre tránsito. La libertad, se aspiraba en ese tiempo, era tanto para mercancías como para personas. La globalización perseguía que los pies de cada persona fueran sus pasaportes y que la voluntad de vivir, trabajar y forjarse un buen porvenir se diera a partir del ejercicio del libre albedrío. En esa condición, cada persona tendría la facultad de establecerse en el territorio que le ofreciera mejores oportunidades para vivir una vida digna, con progreso y logros. Creímos que al derribar el Muro de Berlín estaríamos alcanzando esas aspiraciones, y seguramente así habría sido, pero el once de septiembre de 2001 nos lanzaría a otros derroteros.
El miedo al terrorismo, los problemas de seguridad y la necesidad de proteger las fronteras se erigió como principal razón para marcar restricciones cada vez más duras. Subirse a un avión antes era relativamente sencillo, todo se complicó después de lo sucedido con las Torres Gemelas en Manhattan. Junto con los rascacielos, muchos sueños se vinieron abajo y se generaron problemas que antes no existían. Los vicios aumentaron, el crimen organizado se fue al alza, la seguridad fue un bien que empezó a desaparecer en el mundo y la promesa de ir de un lado al otro sin tanto trámite se esfumó.
México era un país que expulsaba a sus nacionales, pero el número de migrantes mexicanos cayó. No obstante, en muchas otras naciones la situación empezó a teñirse color de sangre y la desesperación de la gente los llevaba a pensar: si no tengo nada, no hay qué perder. Se lanzaban a la aventura del sueño americano porque su pesadilla particular era inconmensurable. Nuestro país se fue transformando poco a poco. Si bien nuestros paisanos ya no iban a los Estados Unidos a quedarse a vivir allá tanto como antes, sí había los que corrían expulsados de la tierra que los vio nacer. Lo que definitivamente sucedió fue que nos convertimos en una nación corredor, fuimos el pasillo de Centroamérica, países caribeños y algunos del sur del continente.
Era claro, aquí sólo es el paso, la meta quedaba allende el Bravo. La aspiración tiene un precio que pagar por el ritual de paso que es un horror en el que la gente se juega la vida. Ejemplos sobran: se nombró a La Bestia como el tren que mutila a la gente, los polleros vieron crecer su negocio y primero uno a uno y luego familias enteras recorrían México desde el sur con la mira puesta en el norte para cruzar al país en el que se cree que encontrarán un mejor estilo de vida. Lo malo es que no pasan. A pesar de los costos tan altos, de los sacrificios tan duros, de que sienten que ya están a punto de lograrlo, no lo consiguen. Son muchos los nuevos Moiseses que, tal como el personaje bíblico, contemplan la tierra prometida sin poder llegar a pisarla.
El sueño más roto que se quedó en los albores del siglo pasado es el de la migración. Me cuesta trabajo pensar en otro que tenga la talla de este. Tijuana se hermana con Lampedusa, la gente vive en refugios en los que esperan a que los dejen entrar, a que consigan un permiso para poder pasar. Pasan días que se vuelven semanas, meses y siguen a la expectativa. Todo se va agotando, esperanza y dinero. Una y otra vez, Estados Unidos se sumerge en una nueva crisis migratoria —otra más— luego de ver que miles de migrantes, en su mayoría, haitianos, se instalaron debajo y en los alrededores de un puente fronterizo al sur de Texas.
Por supuesto, hay falta de suministros y los migrantes usaron el Río Grande para hacer idas y vueltas entre el país anhelado y la pequeña ciudad de Del Río, en México. Brincan al cauce, se sumergen, al cruzar, el agua les llega a la altura de las rodillas y en algunos casos van cargando a niños en sus hombros. En Del Río, los migrantes han hecho un refugio improvisado en el que les falta de todo. Muchos usan el río para bañarse y lavar su ropa. No hay recolección de desperdicios, las pilas de basura superan los tres metros. La crisis es tan grave que dos mujeres han dado a luz según Lewis Owens, el juez del condado de Val Verde. El sueño es una pesadilla amarga, o peor aún, una realidad cruda que nadie quiere mirar.