Padres, hijos y fútbol
Tengo dos problemas para jugar al fútbol. Uno es la pierna izquierda. El otro es la pierna derecha
Roberto Fontanarrosa
Unos padres practicantes y apasionados del fútbol y que juegan poco o casi nada con sus hijos, quedaron sorprendidos cuando arrancó el torneo de futbol infantil de su localidad y constataron la falta de habilidad de sus retoños:
Luis tiene nueve años, es portero, difícilmente puede parar un tiro porque no sabe atajar la pelota y a duras penas logra despegarse del piso por problemas de sobrepeso. Rubén y Alex son primos, tienen idea del fútbol, pero sus principales enemigos son sus respectivos padres cuyas porras no son muy motivadoras que digamos: “¡A tu edad me tomaba más en serio el deporte!”, “¡A tu edad ya jugaba en la liga de adultos!”.
Daniel, además de ser el más chico del equipo con sus seis años de edad, está jugando por primera vez un partido con reglas. Diego es un buen portero, su papá piensa ir a verlo jugar, pero el niño le pregunta si no tiene otra cosa qué hacer; no parece entusiasmarle que asista al partido; probablemente porque en todo momento quiere dar instrucciones. A Edson su padre le puso tal nombre con la esperanza de que llegue a ser como el astro brasileño, Pelé, sin embargo, por ahora hay que quitarle las sábanas de encima y rogarle para que se presente al partido que está por comenzar.
En la cancha los niños juegan con todas las comodidades del mundo: sus papás los llevan y los traen en auto; a Ciro se le olvidaron sus guantes, pero su papá se regresa a casa por ellos; juegan en una cancha reglamentaria y bien equipada, lo hacen perfectamente uniformados con artículo de marca: playera, short y medias $1,100, zapatos $950, balón $350… que el niño le atine al balón no tiene precio.
Pagan un árbitro cuya función es hacer que respeten infinidad de reglas, y cuentan con un director técnico que les dibuja en una pequeña pizarra complejas estrategias, técnicas y tácticas que para los pequeños futbolistas no son más que tripas de gato.
En las tribunas los papás enojados, estresados, exigentes, dando instrucciones al por mayor, motivando la competencia. En el terreno de juego, los niños aturdidos y confundidos no saben a quién obedecer pues el director técnico y los papás se contradicen, y los segundos amenazan al primero porque no alinea a su hijo. Todo un caos.
Gol a favor. Gol en contra. Gol en contra, otro, otro y otro más. Los padres pasaron de la ilusión a la desilusión. Sus hijos han perdido el partido por goliza.
Estos padres, siendo niños, conocieron el futbol de otra manera: sin uniformes ni tecnología deportiva, sin canchas reglamentarias, sin la presión de sus progenitores, de manera espontánea y voluntaria, cada tarde todos los días.
Se acercaron al futbol de manera natural: en la calle o en los baldíos que existían en cada esquina del barrio y que ellos mismos convertían en campo deportivo: la portería era un par de árboles o piedras, el travesaño era imaginario –hasta donde el portero alcanzara–, el perímetro de la cancha lo demarcaba una barda, una zanja, una calle, es decir, los límites los determinaba la posibilidad. Sin árbitro de por medio, los desacuerdos eran resueltos por ellos mismos.
Las reglas eran mínimas: gana el que meta más goles, no meter mano y no lastimar al compañero. ¿La estrategia?, muy sencilla: anotar goles y evitar que el otro equipo anotara. El partido terminaba cuando el cansancio aparecía o cuando el sol se iba a dormir.
¡Cómo cambian las cosas de una generación a otra! El fútbol que practicaron estos padres tenía todas las características del juego: era una actividad espontánea y libre, nadie los obligaba a asistir; se jugaba por el placer de jugar, con orden, regularidad y consistencia; con límites claros en tiempo y espacio; al no tener la presión de ganar, el juego se convertía en un espacio que se auto promovía: cada día llegaban más niños y hasta retas se armaban.
Todo ello gracias a que era un espacio liberador y nada aburrido; promovía la cooperación, la imaginación, el manejo de las emociones, la resolución de conflictos, la socialización, etcétera. Se jugaba toda la tarde porque no existían la cantidad de tareas escolares de hoy, los espacios además de disponibles, eran seguros gracias a que estaban rodeados de casas, vecinos y familiares adultos que, al pasar por el baldío, fungían como espectadores divertidos y respetuosos, además de vigilantes y cuidadores de los niños.
Con este relato no pretendo decir que los tiempos pasados fueron mejores, sino sólo hacer una recapitulación que nos permita conservar lo bueno de aquellos tiempos y amalgamarlo con las oportunidades que el mundo contemporáneo proporciona a los niños de hoy, quedarnos con lo mejor de ayer y hoy, pues. No los agobiemos con nuestras presiones y expectativas, evitemos que el individualismo, el consumismo y la competencia inicua los atrape. Permitamos que jueguen sólo por el gusto de jugar, pues el juego es uno de los principales elementos para promover la salud física y mental.