¿Desencanto sistémico o Hastío Corrosivo?
A últimas fechas el término Kakistocracia ha causado revuelo como la palabra del año, debido a que algunos consideran que representa el espíritu de los tiempos que vivimos, el “zeitgeist” como le llaman los alemanes. La elección de candidatos que encarnan la forma de gobierno donde el predominio de los menos capaces o más corruptos son quienes dirigen un país o toman las decisiones importantes. Esto no es exclusivo de la política, poco a poco las cupulas empresariales y sindicales han ido sucumbiendo al mismo fenómeno.
¿Cómo hemos llegado a este punto? Me parece que no es un fenómeno aislado ni coyuntural, sino la consecuencia de un entramado social, cultural y político complejo. En este artículo, me permito intentar comprender por qué las nuevas generaciones, particularmente los Centennials y los Milllennials, están cada vez más dispuestas a respaldar a líderes con propuestas autoritarias, soluciones simplistas y discursos seductores, en detrimento de la calidad política y la verdadera representatividad democrática.
La primera dimensión que propongo a consideración es el choque generacional entre los jóvenes actuales y las generaciones que les precedimos: los Baby Boomers y la Generación X. Los Boomers crecieron en un entorno marcado por la consolidación de la democracia liberal tras la Segunda Guerra Mundial y la Guerra Fría. Su relación con la política, por lo general, se caracterizaba por la creencia en las instituciones y el progreso gradual. Por su parte, la Generación X creció viendo una relativa estabilidad, aunque con la emergencia de nuevas desigualdades económicas y la globalización como telón de fondo. Los Centennials y Milllennials, por el contrario, se han formado en un mundo volátil, incierto, plagado de crisis económicas cíclicas, amenazas ambientales, precariedad laboral y una profunda desconfianza hacia las élites tradicionales. Para estos jóvenes, las promesas de las generaciones anteriores y las instituciones liberales han resultado vacías o insuficientes. Esta fractura generacional crea un caldo de cultivo perfecto para la atracción hacia discursos que prometen cambios drásticos y rápidos.
La segunda dimensión radica en la transformación de la educación y la información. A diferencia del pasado, donde el conocimiento se transmitía mayormente por medios tradicionales y con cierto filtro de calidad (escuelas, universidades, editoriales, periódicos), hoy el consumo indiscriminado de información en redes sociales ha relativizado las fuentes y la validez del saber. Esta decadencia en la calidad educativa no se debe únicamente a la falta de acceso, sino a la sobreabundancia de datos sin “curaduría” y a la confusión entre opinión y conocimiento verificado. Este contexto facilita que prosperen candidatos que presenten narrativas simples, emocionales y polarizadas, sin necesidad de demostrar rigor intelectual ni planes coherentes. Los votantes, confundidos, pueden llegar a creer que la fuerza de un líder es más importante que su capacidad real para gobernar.
La tercera dimensión es la posverdad que se cierne sobre la democracia misma. Durante décadas, el modelo democrático se presentó como la mejor opción política, pero el cansancio ciudadano, la corrupción sistemática y la incapacidad de los gobiernos para resolver problemas estructurales como la pobreza o la desigualdad han dado paso a una narrativa que considera la democracia como un sistema agotado. Las nuevas generaciones -que apenas han conocido un escenario diferente a la crisis permanente- pueden ser más proclives a aceptar la idea de que la democracia, con sus lentos procesos de debate y consenso, no sirve. La solución vendría de líderes que, en teoría, necesitan mayor concentración de poder y menos trabas para ejecutar cambios “mágicos y rápidos”. La puerta de entrada a la kakistrocacia con gobernantes que prometen lo imposible sin someterse a los contrapesos que definen una democracia saludable.
Por último, una cuarta dimensión es la visión cíclica del poder, resumida en la máxima: “Hombres fuertes generan buenos tiempos, buenos tiempos generan hombres débiles, hombres débiles generan malos tiempos y malos tiempos generan hombres fuertes.” Esta sentencia refleja un patrón histórico de oscilación entre el autoritarismo y la decadencia institucional. Los líderes empresariales, políticos e intelectuales de los últimos tiempos, son percibidos como débiles, poco efectivos y en ocasiones corruptos, alimentan el deseo colectivo por figuras más contundentes, incluso si eso significa sacrificar libertades. De este modo, cuando las instituciones no logran responder a las demandas ciudadanas, las nuevas generaciones se sienten tentadas a entregar poder absoluto a supuestos “hombres fuertes” que terminan, por su propia naturaleza, construyendo entorno kakistocráticos.
Las cuatro dimensiones combinan la desilusión generacional, el deterioro en la calidad educativa y el discernimiento informativo, el hartazgo con las debilidades de la democracia y la tentación cíclica por soluciones duras ante problemas complejos. Superar este fenómeno no será tarea fácil: exige que rescatemos en primer lugar, la educación crítica de nuestros hijos, debemos fortalecer las instituciones democráticas que aún sobreviven proscribiendo la corrupción y rechazando el capitalismo de amigos, y finalmente, por medio del ejemplo, salir de la apatía y participar activamente en la vida política, gremial y empresarial, rescatando estos oficios de los menos capaces o los más corruptos.