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La labor de Miguel Hidalgo como cura de Colima, San Felipe y Dolores

Opinión

Editor Web

La energía de aquel párroco, bien oculta en su actitud apacible y su modesta vestidura, parece no tener fin: por curiosidad experimenta; por ambición invierte y se endeuda; como esparcimiento organiza tertulias y bailes. Con frecuencia se traslada a las ciudades vecinas: Guanajuato, Querétaro, Lagos, San Juan de los Lagos y San Luis Potosí durante las festividades mayores o para visitar a sus amigos influyentes; entre ellos, el marqués de Rayas, el intendente Riaño, el cura Antonio Labarrieta y el matemático José Antonio Rojas.

1792 fue un año decisivo en la vida de Miguel Hidalgo y Costilla. En enero celebró el segundo aniversario de su rectorado en el Colegio de San Nicolás Obispo, en Valladolid; pero, el día 2 de febrero tuvo que renunciar a este cargo por los reproches que le hacían sus adversarios y que fueron difundidos: era aficionado al juego, a la lectura de textos prohibidos por las autoridades, no respetaba el celibato sacerdotal y había adquirido bienes –entre ellos, las haciendas de Jaripeo, San Nicolás y Santa Rosa- posiblemente con dinero del colegio.

Con su renuncia, Hidalgo deja atrás el mundo académico, en el cual se había desarrollado, y por encargo del obispado viaja a servir el modesto curato de Colima. Era aquel un evidente destierro que, sin embargo, le ofrecía la oportunidad de convivir con el pueblo y llevar a la práctica sus ideas sociales.

Su estancia en Colima fue breve, apenas unos meses, en los que mejora el servicio religioso y promueve la catequización de los indígenas. Luego consigue instalarse en San Felipe Torres Mochas y más tarde en Dolores, nuevamente en el centro de la colonia. En San Felipe, Hidalgo se instala con los suyos en una amplia y céntrica casona. Su familia la componían sus medios hermanos Vicenta, Guadalupe y Mariano, además de su pariente José Santos Villa. Al llegar a Dolores, las niñas Micaela y Josefa, procreadas con Josefa Quintana, se habían agregado a sus allegados.

Con todos ellos el cura se mostró siempre afectuoso y dispuesto a protegerlos. Incluso, en los inicios de la lucha insurgente que emprenderá en 1810, Hidalgo dispone la partida de su familia a San Miguel, hospedarse allí con amistades de toda confianza y viajar luego a Numarán o Pénjamo para alojarse con otros parientes. En lo económico, por otra parte, hizo cesión de todos sus bienes a favor de sus hijas Micaela y Josefa, teniendo como tutoras a sus tías Vicenta y Guadalupe. Tal era el amor del cura por sus consanguíneos.

Escribe Ernesto Lamoine en Historia de México de la Editorial Salvat: “Por temperamento, educación y vitalidad no podía ser Hidalgo un párroco resignado, sufrido y mediocre. Tanto en San Felipe como en Dolores se las agenció para descargar en coadjutores las obligaciones rutinarias de su cargo, mientras él se dedicaba a menesteres más gratos y provechosos a su cuerpo y su espíritu”.

Curiosamente los feligreses no sólo aceptan a su peculiar cura, también lo admiran, lo siguen, lo apoyan, viendo en él al patrón rico, pero accesible, franco, incluso dilapidador cuando la ocasión lo amerita; el hombre que les proporciona trabajo en su alfarería, su talabartería, su carpintería, su curtiduría, su herrería, su telar o su huerta con vides, moreras y colmenas.

La energía de aquel párroco, bien oculta en su actitud apacible y su modesta vestidura, parece no tener fin: por curiosidad experimenta; por ambición invierte y se endeuda; como esparcimiento organiza tertulias y bailes. Con frecuencia se traslada a las ciudades vecinas: Guanajuato, Querétaro, Lagos, San Juan de los Lagos y San Luis Potosí durante las festividades mayores o para visitar a sus amigos influyentes; entre ellos, el marqués de Rayas, el intendente Riaño, el cura Antonio Labarrieta y el matemático José Antonio Rojas.

Como es de suponerse, el comportamiento de Hidalgo y el hecho de expresarse sin el menor recato le atrajo la vigilancia de la Inquisición, ante la cual fue denunciado en 1800 por el fraile Joaquín Huesca. Se le acusaba de manifestar opiniones heréticas sobre las sagradas escrituras y la disciplina de la vida eclesiástica, expresar ideas políticas que simpatizaban con la Revolución Francesa, además de tener costumbres impropias de su estado clerical, como su vida relajada abundante en convites, representaciones teatrales y opiniones liberales. En síntesis, un revolucionario social enfundado en un hábito religioso que cada día le cubría menos.

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