Viernes, 10 Enero, 2025

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Los padres también nos equivocamos

Opinión

Jorge Luis Ramos Perez

Los hijos no necesitan padres perfectos, sino padres presentes.

La perfección en el ejercicio parental no debería ser la meta, pues tal cosa es imposible. Si somos humanos somos imperfectos. Dicho de otra manera, es la imperfección la que nos hace humanos. Se dice que perfecto sólo Dios. Por tanto, pretender ser perfecto no deja de tener un dejo de soberbia.

Por otro lado, el niño es un misterio. Nace y no es una hoja en blanco, sino que ya cuenta con infinidad de recursos para interactuar con el entorno, nace con un cerebro social que lo empuja a la conexión con quien le cuida, pues su estado natural de dependencia exige el cuidado físico y emocional. La naturaleza lo ha dotado de múltiples recursos para la vinculación: gestos, movimientos, sonidos, miradas, etcétera. Es el adulto quien tiene el reto de interpretar adecuadamente este lenguaje y devolverle una respuesta sensible, es decir, una que cubra la necesidad que el bebé pone en la mesa.

Esto es un ejercicio que requiere de un nivel significativo de empatía, disposición, disponibilidad, sensibilidad y voluntad para comprender a ese bebé.

Con el correr de los años el niño va adquiriendo mayores recursos para externar sus necesidades, por ejemplo, el lenguaje. Aún así, le seguirá costando trabajo identificar sus estados emocionales con precisión, por lo que el lenguaje corporal y el comportamiento seguirán siendo una vía de comunicación que el adulto ha de tomar como un acertijo que nos envían y que requiere ser resuelto para responderle asertivamente.

En este ejercicio los padres acertaremos y nos equivocaremos. Lo que importa es que los aciertos superen a las equivocaciones. Y cuando estas hagan su aparición aprovechémoslas para hacer de este momento ocasión para el acercamiento con nuestro hijo.

Con frecuencia nuestros errores parentales terminan lastimando a nuestros hijos. Su comportamiento inadecuado detona nuestro enojo o desesperación que, sumado al estrés de la vida cotidiana, suele traducirse en un grito, regaño, ofensa, crítica o hasta un golpe (en ocasiones acompañado por el clásico: “Es por tu bien”, “Es para que entiendas”, etcétera).

Reconozcamos que esto no es una medida disciplinaria, sino una respuesta desbordada producto del propio estrés, donde la conducta del niño se convierte en la gota que derrama el vaso (al mismo tiempo que convertimos al niño en el vaso donde depositamos nuestra propia frustración o furia. ¡Cuidado!, podemos no sólo derramar su sustancia sino romperlo).

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Todos los padres lastimamos a nuestros hijos con nuestra imperfección. Y casi todos somos capaces de darnos cuenta de tal cosa cuando sucede. Esto es lo importante: darnos cuenta, reconocer el daño. En ocasiones la aparición de la culpa al ver el rostro de susto, tristeza, desilusión o confusión de nuestro hijo es el botón que nos indica el error. Bienvenida esta culpa. Pero no nos empantanemos en ella flagelándonos, utilicémosla a favor. ¿Cómo? Detectando que nos indica: la culpa aparece ante la evidencia de haber dañado algo. Entonces analicemos que fue eso que dañamos en nuestro hijo, responsabilicémonos de tal cosa y busquemos una medida o acción que pueda repararlo.

Los niños siempre saben cuando los padres nos equivocamos. Su cuerpo se los indica, pues siente cosas desagradables. Esto detona sentimientos nada gratos con relación a sí mismo y con relación a nosotros sus padres. Pero su condición de dependencia a quien le agrede le impide externar sus sentimientos desagradables, por lo que se los tiene que tragar, pudiéndose intoxicar con ellos si se van acumulando en el tiempo.

Reconocer nuestro error le hace mucho bien al hijo, pues lo único que necesita constatar es que él no es el culpable de haber despertado la furia incontrolada de su padre y que lo que su grito, castigo o humillación le genera tiene razón de ser, pues nadie debería ofender ni afectar negativamente al prójimo.

Reconocer, responsabilizarse y reparar el daño, evita que nuestro error se convierta en trauma en nuestro hijo, nos acerca a él y aumenta su confianza en nosotros, pues se da cuenta que está frente a un ser humano que se equivoca y se hace responsable del daño y lo repara. Lo cual es una buena lección de vida.

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